Ejercicios sobre tipologías textuales

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Los ejercicios de este conjunto de apuntes permiten practicar la distinción de las tipologías textuales. Para ello, se han elegido algunos textos de exámenes de Selectividad de años pasados y otros sacados de internet.
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Ejercicios sobre tipologías textuales

1.- Determina la tipología de los siguientes textos teniendo en cuenta su intención comunicativa. Razona tu respuesta.

TEXTO 1   Adela.— (En un arranque y abrazándola). Martirio, Martirio, yo no tengo la culpa. Martirio.— ¡No me abraces! No quieras ablandar mis ojos. Mi sangre ya no es tuya. Aunque quisiera verte como hermana, no te miro ya más que como mujer. (La rechaza). Adela.— Aquí no hay ningún remedio. La que tenga que ahogarse que se ahogue. Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla. Martirio.— ¡No será! Adela.— Ya no aguanto el horror de estos techos después de haber probado el sabor de su boca. Seré lo que él quiera que sea. Todo el pueblo contra mí, quemándome con sus dedos de lumbre, perseguida por los que dicen que son decentes, y me pondré la corona de espinas que tienen las que son queridas de algún hombre casado. Martirio.— ¡Calla! Adela.— Sí. Sí. (En voz baja). Vamos a dormir, vamos a dejar que se case con Angustias, ya no me importa, pero yo me iré a una casita sola donde él me verá cuando quiera, cuando le venga en gana. Martirio.— Eso no pasará mientras yo tenga una gota de sangre en el cuerpo. Adela.— No a ti, que eres débil; a un caballo encabritado soy capaz de poner de rodillas con la fuerza de mi dedo meñique. Martirio.— No levantes esa voz que me irrita. Tengo el corazón lleno de una fuerza tan mala, que, sin quererlo yo, a mí misma me ahoga. Adela.— Nos enseñan a querer a las hermanas. Dios me ha debido dejar sola en medio de la oscuridad, porque te veo como si no te hubiera visto nunca. (Se oye un silbido y Adela corre a la puerta, pero Martirio se le pone delante). Martirio.— ¿Dónde vas? Adela.— ¡Quítate de la puerta! Martirio.— ¡Pasa si puedes! Adela.— ¡Aparta! (Lucha). Martirio.— (A voces). ¡Madre, madre! (Aparece Bernarda. Sale en enaguas, con un mantón negro). Bernarda.— Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos! Federico García Lorca. La casa de Bernarda Alba   Tipo de texto: Razonamiento:

TEXTO 2   Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y cuatro años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea, con rara perfección formado, y tan arrogante, que si llevara uniforme militar ofrecería el más guerrero aspecto y talle que pueda imaginarse. Rubios el cabello y la barba, no tenía en su rostro la flemática imperturbabilidad del los sajones... Benito Pérez Galdós Doña Perfecta   Tipo de texto: Razonamiento:

TEXTO 3   ¿La división entre hombres y mujeres es un producto de la imaginación, como el sistema de castas en la India y el sistema racial en América, o es una división natural con profundas raíces biológicas? Y si realmente es una división natural, ¿existen asimismo explicaciones biológicas para la preferencia que se da a los hombres sobre las mujeres? Algunas de las disparidades culturales, legales y políticas entre hombres y mujeres reflejan las evidentes diferencias biológicas entre los sexos. Parir ha sido siempre cosa de mujeres, porque los hombres carecen de útero. Pero alrededor de esta cuestión […] universal, cada sociedad ha acumulado capa sobre capa ideas y normas culturales que tienen poco que ver con la biología. Las sociedades asocian una serie de atributos a la masculinidad y a la feminidad que, en su mayor parte, carecen de una base biológica firme. Por ejemplo, en la democrática Atenas del siglo v a. C., un individuo que poseyera un útero no gozaba de una condición legal independiente y se le prohibía participar en las asambleas populares o ser un juez. Con pocas excepciones, dicho individuo no podía beneficiarse de una buena educación, ni dedicarse a los negocios ni al discurso filosófico. Ninguno de los líderes políticos de Atenas, ninguno de sus grandes filósofos, oradores, artistas o comerciantes poseía un útero. ¿Acaso poseer un útero hace que una persona sea inadecuada biológicamente para dichas profesiones? Así lo creían los antiguos atenienses. En la Atenas de hoy, las mujeres votan, son elegidas para cargos públicos, hacen discursos, diseñan de todo, desde joyas a edificios y software, y van a la universidad. Su útero no les impide hacer todas estas cosas con el mismo éxito con que lo hacen los hombres. Es verdad que todavía están insuficientemente representadas en la política y en los negocios —solo alrededor del 12 % de los miembros del Parlamento griego son mujeres—, pero no existe ninguna barrera legal para su participación en política, y la mayoría de los griegos modernos piensan que es muy normal que una mujer ejerza cargos públicos. […] ¿Cómo podemos distinguir lo que está determinado biológicamente de lo que la gente intenta simplemente justificar mediante mitos biológicos? Una buena regla empírica es: «La biología lo permite, la cultura lo prohíbe». La biología tolera un espectro muy amplio de posibilidades. Sin embargo, la cultura obliga a la gente a realizar algunas posibilidades al tiempo que prohíbe otras. La biología permite a las mujeres tener hijos, mientras que algunas culturas obligan a las mujeres a realizar esta posibilidad. Yuval Noah Harari. De animales a dioses. Barcelona: Debate, 2014, pp. 167-168   Tipo de texto: Razonamiento:

TEXTO 4 En nuestra vida intelectual parece de buen tono abominar de la universidad, pero cada vez que alguien lo hace no puedo evitar acordarme de lo que Flaubert anota sobre la Academia Francesa en la entrada correspondiente de su Diccionario de lugares comunes: «Denigrarla, pero tratar de ingresar en ella si se puede». Este fariseísmo prueba que, pese a las críticas que puedan hacerse a la universidad española (muy justas la mayoría), en ella todavía trabajan algunas de las personas más valiosas de este país. Pensé lo anterior durante un acto académico celebrado no hace mucho en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. Se trataba de una oposición a cátedra, pero, como el candidato era Domingo Ródenas, un filólogo que hubiera debido ser catedrático hace veinte años, el debate sobre sus méritos se volvió superfluo y por momentos derivó hacia un asunto más controvertido: la virtud (o el defecto) de la admiración. Ródenas aseguró que la tarea fundamental de un profesor consiste en implantar en sus alumnos la admiración por el talento ajeno, polemizó con Horacio y su rechazo de la admiración como secreto de la felicidad, y citó un ensayo de Aurelio Arteta, titulado La virtud en la mirada, donde el filósofo argumenta que la admiración es «el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena», y que esta «simpatía con el excelente» provoca el deseo de imitarlo y de desarrollar por tanto las mejores posibilidades humanas, porque a través de  ella «cada cual vislumbra y quiere su mejor yo». […] Sea como sea, yo no tengo ninguna duda de que sin admirar a los buenos no hay forma de emularlos, y de que sin emular a los buenos estamos condenados a ser de los malos, o al menos a no encontrar lo mejor que cada uno alberga dentro. Por eso sorprende nuestra escasa admiración por la admiración y nuestra mucha admiración por quien está de vuelta de todo, casi siempre sin haber ido a ninguna parte, así como por quien desprecia o parece despreciarlo todo, incluido lo bueno, y no por quien es capaz de reconocerlo y admirarlo. Es, si bien se mira, el abismo que separa a Cervantes de Quevedo: Quevedo observa a los humanos desde arriba, con una soberbia a veces insufrible, y se ríe de todo y de todos, porque es capaz de ver lo peor incluso en los mejores; Cervantes, en cambio, observa a los humanos desde abajo, con una humildad militante, y, aunque también se ríe, se ríe con todos, quizá porque es capaz de ver lo mejor incluso en los peores. Por desgracia, en España triunfó Quevedo —el barroquismo y la picaresca— y no Cervantes —la novela moderna—, y por eso la literatura española es demasiado a menudo una literatura de señoritos (una literatura de primero de la clase, decía Félix Romeo), que es quizá lo peor que puede ser una literatura. Así que lleva razón Ródenas: hay que implantar la admiración en la universidad; pero luego hay que implantarla en todas partes. Píos deseos al empezar el año. Javier Cercas. «La admiración por la admiración». El País Semanal [en línea] (31 diciembre 2017).   Tipo de texto: Razonamiento:

TEXTO 5   Receta para ensalada tabule (tabbouleh) Ingredientes: (para 4 personas) – 3 cucharadas de cuscús precocido – 1 cebolleta – 3 tomates – 1 pepino – 1 atado de perejil – 1 atado de hierbabuena – 6 cucharadas soperas de aceite de oliva virgen – 1 limón – Sal al gusto Preparación: – Pelar y picar los tomates, la cebolleta y el pepino en cuadros muy pequeños y colocar en una ensaladera. – Lavar, secar y picar las hierbas igualmente y añadir a la ensaladera. – Dejar el cuscús en remojo unos minutos hasta que esponje. Luego añadir a la mezcla. – Verter el aceite, agregar la sal y rociar con limón, luego remover todo. – Cubrir la ensaladera y meter al refrigerador dos horas antes de servir.   Tipo de texto: Razonamiento:

TEXTO 6 Una nube es un hidrometeoro que consiste en una masa visible formada por cristales de nieve o gotas de agua microscópicas suspendidas en la atmósfera. Las nubes dispersan toda la luz visible y por eso se ven blancas. Sin embargo, a veces son demasiado gruesas o densas como para que la luz las atraviese, cuando esto ocurre la coloración se torna gris o incluso negra. Considerando que las nubes son gotas de agua sobre polvo atmosférico y dependiendo de algunos factores las gotas pueden convertirse en lluvia, granizo o nieve. Las nubes son un aerosol formado por agua evaporada principalmente de los océanos.   Las nubes (Wikipedia, la enciclopedia libre)

TEXTO 7 Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el mar— siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y todas las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas —tan fugitivas— permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionado el tiempo —en un momento de ventura— vemos que van pasado ya semanas, meses, años. Las nubes, sin embargo, que son siempre distintas en todo momento, todas los días van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos traslúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. Las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. Las hay como velloncitas iguales o innumerables que dejan ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color de ceniza, cuando cubren todo el firmamento, dejan caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales. Las nubes (Azorín).

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2.- Lee detenidamente los siguientes textos y contesta a las preguntas que aparecen a continuación: 1. ¿A quién va dirigido el texto? 2. ¿Cuál es la intención comunicativa? 3. ¿Qué punto de vista adopta el emisor del texto? 4. ¿Cuál es la naturaleza del suceso: ficticia o real?. 5. Señala algunas características lingüísticas propias de este tipo de textos narrativos.

TEXTO 1 Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche, después de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio, al registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y borrar la partida de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta ni de asiento, porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su arte. Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto. Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía un buen natural; y, como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad, y más cuando por decir per modum sufragii había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decir estipendio, de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias (especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados) a éstas y a otras peores semejantes; y, sobre todo, le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan libre y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquéllos de la infame academia, que todos serán de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren. Miguel de Cervantes. Novelas ejemplares.

TEXTO 2   A veces me quedo absorto. En pocos instantes, en segundos, soy capaz de recordar o imaginar cosas que, si estuviesen ocurriendo de verdad, necesitarían mucho tiempo para desarrollarse. Quizá estoy recibiendo la lección de fray Bernardino, miro sus labios moviéndose mientras declina, me distraigo, pasan por mi mente sucesos, rostros, lugares, historias. Peripecias que transcurren a lo largo de muchos días, aventuras descomunales que ocuparían meses. Pero cuando comprendo que estoy distraído y recupero la atención, puedo comprobar que apenas he perdido tres casos de la declinación que explica mi maestro. O no pienso en nada, la mirada se me pierde en el cielo, o en los árboles, o en un objeto pequeñísimo —una semilla, un insecto— y se me hunde el pensamiento en esa modorra que va disolviendo el bulto y el color de lo que veo, y los sonidos, los olores, hasta que todo se convierte en una sensación borrosa y me parece flotar en el agua cálida de algún río secreto. Mi madre dice que esta facilidad para el ensimismamiento me viene de los suyos. Quedarse así, pensando muchas cosas a la vez. O dejarse mecer, como en una corriente suave, en un fluido sin significado que es pura mezcla de luces y sonidos y aromas. Aquella tarde estaba preparando un retel —nos íbamos a ir de pesca los muchachos al arroyo del cerrito— y me encontraba flotando en una de mis ensoñaciones. Me gusta entretenerme en esas labores que obligan a repetir minuciosamente destrezas de los dedos, para construir cosas. Ya terminaba de tejer la redecilla y la iba atando al aro; embebido en mi tarea, recordaba alguna de las aventuras que me narraba el padrino: aquellas de don Amadís, hijo de Perión, rey de Gaula, y de la princesa Elisena de Inglaterra. Quizá hasta murmuraba, sin darme cuenta, frases del famoso caballero, a punto de emprender singular combate con su hermano Galaor, sin reconocerle. Era una tarde calurosa del tiempo seco. Enfrente de mí, sentadas en la tarima, a la entrada del bohío, mi madre tejía y mis dos hermanas, ayudadas por la anciana Micaela, desgranaban maíz. Mi cotorra gritaba palabras de la vieja lengua, increpando acaso a unas pavas que picoteaban bajo ella, junto a la casa, rodeadas de su pollada. Ajeno a todo, yo iba tejiendo los pequeños nudos y me sentía protagonista de alguna aventura, cuando un repiqueteo de cascos me sacó de la distracción. José María Merino. El oro de los sueños. Madrid: Alfaguara, 1986, pp. 11-12

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