Created by Claudio Godoy
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Objetivo y método de la filosofía. Refutación de la tesis metafísica de que la filosofía nos proporciona el conocimiento de una realidad trascendente. Las tradicionales disputas de los filósofos son, en su mayoría, tan injustificables como infructuosas. El modo más seguro de terminarlas consiste en establecer incuestionablemente cuáles podrían ser el objetivo y el método de una investigación filosófica. Y éste no es, en modo alguno, un trabajo tan difícil como la historia de la filosofía nos induce a suponer. Porque si hay algunas preguntas cuya respuesta deja la ciencia a la filosofía, un correcto proceso de eliminación debe conducimos a su descubrimiento. Podemos comenzar por la crítica de la tesis metafísica de que la filosofía nos proporciona el conocimiento de una realidad que trasciende el mundo de la ciencia y del sentido común. Más adelante, cuando procedamos a definir la metafísica y a dar razón de su existencia, encontraremos que es posible ser un metafísico sin creer en una realidad trascendente; veremos que muchas expresiones metafísicas son debidas a la comisión de errores lógicos, más bien que a un deseo consciente, por parte de sus autores, de ir más allá de los límites de la experiencia. Un modo de atacar a un metafísico que afirmase tener conocimiento de una realidad que trascendiese el mundo fenoménico seria el de investigar de qué premisas estaban deducidas sus proposiciones. ¿No tiene él que comenzar, al igual que los demás hombres, por la evidencia de sus sentidos? Y, si es así, ¿qué proceso válido de razonamiento puede llevarle a la concepción de una realidad trascendente? Sin duda alguna, de premisas empíricas no puede, legítimamente, inferirse nada concerniente a las propiedades, ni siquiera a la existencia de algo supra-empírico. Mantendremos que ninguna declaración referida a una «realidad» que trascienda los límites de toda posible experiencia sensorial pueda tener ninguna significación literal; de lo cual debe seguirse que los trabajos de quienes se han esforzado por describir tal realidad han estado todos dedicados a la producción de contrasentidos. Kant también rechaza la metafísica en este sentido, pero mientras acusa a los metafisicos de ignorar los limites del conocimiento, nosotros le acusamos de desobedecer las normas que rigen el uso significante del lenguaje. Kant hizo de la imposibilidad de una metafísica trascendente no una cuestión lógica, como nosotros, sino una cuestión de hecho. Afirmó, no que nuestras inteligencias no pudieran tener, dentro de lo concebible, la facultad de penetrar más allá del mundo fenoménico, sino, simplemente, que, de hecho, carecían de ella. Y esto lleva al crítico a preguntar cómo puede el autor justificarse al afirmar que existen cosas reales más allá, cuando sólo es posible conocer lo que se encuentra dentro de los límites de la experiencia sensorial, y cómo puede él decir cuáles son las fronteras más allá de las cuales está vedado al conocimiento humano aventurarse, a menos que el propio autor haya logrado cruzarlas. Como dice Wittgenstein, «para trazar un límite al pensamiento tendríamos que pensar en los dos lados de ese límite»
Adopción de la verificabilidad como un criterio para probar la significación de las declaraciones putativas de hecho. El criterio que utilizamos para probar la autenticidad de aparentes declaraciones de hecho es el criterio de verificabilidad. Decimos que una frase es factualmente significante para toda persona dada, simpre y cuando esta persona conozca cómo verificar la proposición que la frase pretende expresar, es decir, si conoce qué observaciones le inducirán, bajo ciertas condiciones, a aceptar la proposición como verdadera, o a rechazarla como falsa. Por otra parte, si la proposición putativa es de tal carácter que la admisión de su verdad o de su falsedad está conforme con cualquier admisión relativa a la naturaleza de su experiencia futura, entonces, en la medida en que la persona está interesada, la frase es, si no una tautología, si una simple pseudo-proposición. La frase que lo expresa puede ser emocionalmente significante para la persona, pero no es literalmente significante.
Distinción entre verificación concluyente y parcial. Ninguna proposición puede ser verificada concluyentemente. En primer lugar, es necesario establecer una distinción entre verificabilidad práctica, y verificabilidad en principio. Desde luego, todos nosotros conocemos —y, en muchos casos, creemos— proposiciones que, realmente, no nos hemos tomado el trabajo de verificar. Muchas de ellas son proposiciones que podríamos haber verificado, si nos hubiéramos tomado la molestia de hacerlo. Pero queda un buen númeo de proposiciones significantes, relativas a cuestiones de hecho, que no podríamos verificar aunque nos lo propusiéramos; sencillamente, porque carecemos de los medios prácticos para colocamos en la situación en que podrían hacerse las observaciones pertinentes. Un ejemplo simple y familiar de tales proposiciones es la proposición de que hay montañas en la cara oculta de la Luna. Todavía no se ha inventado ningún cohete que me permita ir y mirar a la cara oculta de la Luna, de modo que me veo incapacitado para decidir la cuestión mediante la observación real. Pero yo sé qué observaciones la decidirían para mí, si alguna vez, como es teóricamente concebible, me encontrase en situación de hacerlas. Y, por consiguiente, digo que la proposición es verificable en principio, ya que no en la práctica, y es, por lo tanto, significante. Una ulterior distinción que debemos hacer es la distinción entre el sentido «fuerte» y el «débil» del término «verificable». Se dice que una proposición es verificable, en el sentido fuerte del término, siempre y cuando su verdad pueda ser concluyentemente establecida mediante la experiencia. Pero es verificable, en el sentido débil, si es posible para la experiencia hacerla probable. Si adoptamos la verificabilidad concluyente como nuestro criterio de significación, estamos, lógicamente, obligados a tratar estas proposiciones de leyes generales, del mismo modo en que tratamos las declaraciones del metafísico.
En realidad, nuestro tema será que ninguna proposición, excepto una tautología, puede ser algo más que una hipótesis probable. Y, si esto es correcto, el principio de que una frase puede ser factualmente significante sólo si expresa lo que es concluyentemente verificable se auto- destruye como criterio de significación, porque conduce a la conclusión de que es absolutamente imposible hacer una significante declaración de hecho. S bien ninguna serie finita de observaciones nunca es suficiente para establecer la verdad de una hipótesis más allá de toda posibilidad de duda, hay casos críticos en los que una sola observación, o una serie de observaciones, pueden refutarla definitivamente. Pero, como más adelante veremos, esta suposición es falsa. Una hipótesis no puede ser concluyentemente refutada más que si puede ser concluyentemente verificada. Por lo tanto, volveremos al sentido débil de verificación. Decimos que la cuestión que debemos formularnos ante toda declaración putativa de hecho no es: «¿harían determinadas observaciones su verdad o su falsedad lógicamente cierta?», sino, simplemente: «¿serían determinadas observaciones adecuadas para decidir de su verdad o de su falsedad?». Y sólo si se da una respuesta negativa a esta segunda pregunta concluimos que la declaración en cuestión es absurda.
Para que una declaración de hecho sea auténtica, observaciones posibles deben ser apropiadas para la determinación de la verdad o falsedad. El signo de una auténtica proposición factual consiste, no en que sea equivalente a una proposición experiencia!, o a un número finito de proposiciones experienciales, sino, simplemente, en que algunas proposiciones experienciales puedan ser deducidas de ella en conjunción con otras premisas determinadas, sin ser deducibles de esas otras premisas solamente.
Ejemplos de los tipos de afirmaciones. familiares a los filósofos, que son desechadas por nuestro criterio El mundo de la experiencia sensorial es totalmente irreal. Naturalmente, debe admitirse que nuestros sentidos, a veces, nos engañan. Un ejemplo de una controversia que la explicación de nuestro criterio nos obliga a condenar como falsa nos lo proporcionan quienes disputan acerca del número de substancias que hay en el mundo. Porque, tanto por los monistas, que mantienen que la realidad es una sola substancia, como por los pluralistas, que mantienen que la realidad son muchas substancias, se admite que es imposible imaginar ninguna situación empírica que fuese adecuada a la solución de su disputa. Otro ejemplo sería la cuestión en disputa entre idealistas y realistas resulta falsa, cuando, como frecuentemente ocurre, se le da una interpretación metafísica.
Todas las proposiciones que tienen un contenido factual son hipótesis empíricas; y que la función de una hipótesis empírica es la de proporcionar una norma para la anticipación de la experiencia. Y esto quiere decir que toda hipótesis empírica debe ser adecuada a determinada experiencia real o posible, de modo que una declaración que no sea adecuada a alguna experiencia no es una hipótesis empírica, y, por consiguiente, no tiene un contenido factual. Pero esto es, precisamente, lo que el principio de verificabilidad afirma.
Frases metafísicas definidas como frases que no expresan tautologías ni hipótesis empíricas Habría que decir aquí que el hecho de que las expresiones del metafísico sean absurdas no se sigue, simplemente, del hecho de que estén desprovistas de contenido factual. Se sigue de ese hecho, juntamente con el hecho de que no son proposiciones a priori. Hay que decir que, las proposiciones a priori, siempre tan atractivas a los filósofos a causa de su certidumbre, deben esta certidumbre al hecho de que son tautologías. Por lo tanto, podemos definir una frase metafísica como una frase que pretende expresar un proposición auténtica, pero que, de hecho, no expresa ni una tautología ni una hipótesis empírica. Y como las tautologías y las hipótesis empíricas forman la clase entera de las proposiciones significantes, estamos justificados al concluir que todas las afirmaciones son absurdas.
En general la postulación de entidades reales no existentes es una consecuencia de la superstición, a la que acabamos de referirnos, de que para toda palabra o frase que pueda ser el tema gramatical de una oración tiene que haber, en alguna parte, una entidad real correspondiente. Porque, como en el mundo empírico no hay lugar para muchas de estas «entidades», se invoca un mundo especial no empírico para alojarlas. Estos pocos ejemplos nos facilitan una indicación suficiente de cómo se formula la mayoría de las afirmaciones metafísicas. Demuestran qué fácil es escribir oraciones que son literalmente absurdas, sin ver que son absurdas. Y asi descubrimos que el punto de vista de que un buen número de los tradicionales «problemas de filosofía» son metafísicos, y, por consiguiente, artificiales, no implica ninguna clase de supuestos increíbles acerca de la psicología de los filósofos.
Como sus declaraciones no tienen significación literal alguna, no son objeto de ningún criterio de verdad o de falsedad, pero pueden, sin embargo, servir para expresar o despertar emoción, y, en consecuencia, ser objeto de normas éticas o estéticas. Y se sugiere que pueden tener un valor considerable, como medios de inspiración moral, o incluso como obras de arte. En las obras de arte, si el autor escribe cosas absurdas es porque lo considera muy conveniente para lograr los efectos que persigue con su obra. El metafísico, por otra parte, no pretende escribir absurdos. Cae en ellos porque es burlado por la gramática, o porque comete errores de razonamiento. Sin embargo, es verdad que, si bien la mayor parte de la metafísica no es más que la incorporación de torpes errores, queda un cierto número de pasajes metafísicos que son obra de una auténtica emoción mística; y puede decirle de ellos, más aceptablemente, que tienen un valor moral o estético.
Entre las supersticiones de que nos liberamos mediante el abandono de la metafísica figura la de la concepción de que es misión del filósofo la de construir un sistema deductivo. Como la función de estos primeros principios es la de proporcionamos una cierta base para nuestro conocimiento, está claro que no deben encontrarse entre las llamadas leyes de la naturaleza. Porque, como veremos, las «leyes de la naturaleza», si no son simples definiciones, son, sencillamente, hipótesis que pueden ser refutadas por la experiencia. Y, en realidad, nunca ha sido costumbre de los constructores de sistemas de filosofía la de elegir las generalizaciones inductivas para sus premisas. Considerando tales generalizaciones, correctamente, como simplemente probables, las subordinan a principios que ellos creen que son lógicamente ciertos
Descartes pretendía derivar todo conocimiento humano de premisas cuya verdad era intuitivamente cierta: pero esta interpretación atribuye una excesiva importancia al elemento psicológico en su sistema. Porque si cogito se considera en ese sentido, su principio inicial, cogito ergo sum, es falso. De «hay un pensamiento ahora», no se sigue «yo existo». El hecho de que un pensamiento se produzca en un momento dado no implica que cualquier otro pensamiento se haya producido en cualquier otro momento, y menos todavía que se haya producido una serie de pensamientos suficiente para constituir un yo único. Inferimos la existencia de acontecimientos que ahora no estamos observando, gracias a la ayuda de principios generales. Pero estos principios tienen que ser obtenidos inductivamente. Por simple deducción de lo que es inmediatamente dado no podemos avanzar ni un solo paso. Y, por consiguiente, todo intento de basar un sistema deductivo sobre proposiciones que describen lo que es inmediatamente dado está condenado a fracasar. El único camino distinto abierto a quien desee deducir todo nuestro conocimiento de «primeros principios», sin entregarse a la metafísica, sería el de adoptar como premisas un conjunto de verdades a priorL Pero, como ya hemos dicho, y más adelante demostraremos, una verdad a priori es una tautología. Y, de un conjunto de tautologías, consideradas por sí mismas, sólo pueden deducirse, válidamente, nuevas tautologías. No hay campo alguno de la experiencia que no pueda, en principio, ser sometido a alguna forma de ley científica, y no hay clase alguna de conocimiento especulativo acerca del mundo que esté, en principio, más allá del poder de la ciencia.
La función de la filosofía es totalmente crítica. Pero esto no quiere decir que pueda dar una justificación «a priorí» de nuestros supuestos científicos o de un sentido común. Lo máximo que la filosofía puede hacer, aparte de ver si sus creencias son auto-consistentes, es mostrar cuáles son los criterios que se utilizan para determinar la verdad o la falsedad de toda proposición dada. Podemos esperar del filósofo que nos demuestre lo que nosotros aceptamos que constituye una suficiente evidencia de la verdad de toda proposición empírica dada. Pero si la evidencia se presenta, o no, es, en cada caso, una cuestión puramente empírica.
El quehacer filosófico es una actividad de análisis. La labor de definir la racionalidad es, precisamente, la clase de labor que la filosofía tiene por misión emprender. Pero el conseguirlo no justifica un procedimiento científico. Lo que justifica un procedimiento científico, en la medida en que es susceptible de ser justificado, es el éxito de las predicciones a que da origen: y esto solamente puede determinarse en la experiencia real. Por sí mismo, el análisis de un principio sintético no nos dice nada, en absoluto, acerca de su verdad. La función del filósofo es la de dar una correcta definición de las cosas materiales en términos de sensaciones. Pero su éxito o su fracaso en esta función no significa nada respecto a la validez de nuestros juicios perceptuales. Ésta depende totalmente de la experiencia sensorial real. De aquí se sigue que el filósofo no tiene derecho a despreciar las creencias de sentido común. Si lo hace, pone de manifiesto, sencillamente, su ignorancia del verdadero propósito de sus investigaciones. Lo que él está autorizado a despreciar es el irreflexivo análisis de esas creencias, que considera la estructura gramatical de la frase como una guía fidedigna para su significación. El filósofo puede ser capaz de demostramos que las proposiciones en que nosotros creemos son mucho más complejas de lo que suponemos nosotros; pero de esto no se sigue que no tengamos derecho a creer en ellas. El filósofo, no debe intentar formular verdades especulativas, ni buscar primeros principios, ni hacer juicios a priori acerca de la validez de nuestras creencias empiricas.
La mayoría de los que están considerados como grandes filósofos fueron filósofos en nuestro sentido, más bien que metafisicos. Al decir que la actividad del que filosofa es esencialmente analítica, no estamos sosteniendo, naturalmente, que todos aquellos que comúnmente son llamados filósofos se han dedicado, en realidad, a llevar a cabo análisis. Por el contrario, nos hemos esforzado en demostrar que una gran parte de lo que comúnmente se llama filosofía es de carácter metafísico. Precisamente porque la metafísica no logra satisfacer esta segunda condición es por lo que nosotros la distinguimos de la filosofía, a pesar de que comúnmente es mencionada como filosofía. Y nuestra justificación para hacer esta distinción radica en que es necesario para nuestro postulado original que la filosofía sea una rama especial del conocimiento, y para nuestra demostración de que la metafísica no lo es.
Nuestra respuesta a esto consiste en que no es cierto que la «historia de la filosofía» sea, casi en su totalidad, una historia de la metafísica. Que contiene alguna metafísica es innegable. Pero creo que es demostrable que la mayoría de los que comúnmente se supone que han sido grandes filósofos, fueron, principalmente, no metafí'sicos, sino analistas. Loocke, parece haber visto que su función como filósofo no era la de afirmar o negar la validez de ninguna clase de proposiciones empíricas, sino solamente la de analizarlas. Porque se contenta, según sus propias palabras, «con dedicarse, como un simple bracero, a limpiar el terreno un poco, y a quitar alguna de la maleza que se encuentra en el camino del conocimiento»; y por eso se dedica a las tareas puramente ana- líticasde definir el conocimiento, de clasificar las proposiciones, y de poner de manifiesto la naturaleza de las cosas materiales. Y la pequeña porción de su obra que no es filosófica, en nuestro sentido, no está dedicada a la metafísica, sino a la psicología.
Berkeley sostenía que decir de diversas «ideas de sensación» que pertenecían a una sola cosa material no era, como Locke pensaba, decir que estaban relacionadas con un solo «algo» inobservable y subyacente, sino, más bien, que estaban en determinadas relaciones las unas con las otras. Y en esto tenía razón. Generalmente, se admite que cometió el error de suponer que lo que era inmediatamente dado como sensación era necesariamente mental; y el empleo, por él y por Locke, de la palabra «idea» para designar un elemento de aquello que es sensiblemente dado es objetable, porque sugiere este falso concepto. Por lo tanto, nosotros sustituimos la palabra «idea» en este empleo por la neutral denominación «contenido sensorial», que utilizaremos para referimos a los datos inmediatos, no simplemente de sensación «extema», sino también «introspectiva» y para decir que lo que Berkeley descubrió fue que las cosas materiales tienen que ser definibles en términos de contenidos sensoriales.
De Hume podemos decir no sólo que en la práctica no fue un metafísico, sino que rechazó explícitamente la metafísica. Es cierto que Hume, hasta donde nosotros sabemos, no formula ningún punto de vista respecto a la naturaleza de las proposiciones filosóficas propiamente dichas, pero aquellas de sus obras que generalmente son consideradas filosóficas, son, aparte de ciertos pasajes que tratan de cuestiones de psicología, obras de análisis. Ha sido acusado de negar la causalidad, cuando de hecho sólo estaba interesado en definirla. Tan lejos está de afirmar que ninguna proposición causal es verdadera, que se esfuerza por dar normas para juzgar la existencia de causas y efectos. Dejó, pues, el camino abierto al punto de vista —que nosotros adoptamos— de que cada afirmación de una conexión causal particular implica la afirmación de una ley causal, y que cada proposición general de la forma «C causa a E» es equivalente a una proposición de la forma «siempre que C, luego E», en la que debe considerarse que el símbolo «siempre que» se refiere, no a un número finito de ejemplos reales de C, sino al número infinito de ejemplos posibles. Podemos razonablemente afirmar que, al sostener que la actividad filosófica es esencialmente analítica, estamos adoptando un punto de vista que siempre estuvo implícito en el empirismo inglés. No es que la práctica del análisis filosófico se haya limitado a los miembros de esta escuela; pero es con ellos con quienes nosotros tenemos la más estrecha afinidad histórica
Engañados por las asociaciones de la palabra «análisis», suponen que el análisis filosófico es una actividad de disección; que consiste en «separar» objetos en sus partes constituyentes, hasta que todo el universo sea finalmente exhibido como un agregado de «partículas simples», unidas por relaciones extemas.
El filósofo, como analista, no está interesado en las propiedades físicas de las cosas, sino solamente en cómo hablamos de ellas. El filósofo, como analista, no está directamente interesado en las propiedades físicas de las cosas. Está interesado solamente por la forma en que hablamos de ellas. En otras palabras, las proposiciones de la filosofía no son factuales, sino de carácter lingüístico, esto es, no describen el comportamiento de los objetos físicos, o incluso mentales, sino que expresan definiciones, o las consecuencias formales de las definiciones. Por lo tanto podemos decir que la filosofía es un departamento de la lógica. Porque, según veremos, el signo característico de una indagación puramente lógica consiste en que esté interesada por las consecuencias formales de nuestras definiciones y no por las cuestiones del hecho empírico. De ello se sigue que la filosofía no compite, en modo alguno, con la ciencia. La diferencia de género entre las proposiciones filosóficas y las científicas es tal, que no es concebible que puedan contradecirse las unas a las otras. Y esto aclara que la posibilidad del análisis filosófico es independiente de todo supuesto empírico.
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