UNA MUJER PARA LA ETERNIDAD (Biografía de la Hermana Clare Crockett)

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El Amor de Dios es más fuerte que la misma muerte y nada ni nadie nos podrá separar de Aquel que es nuestro hermoso y gran amor. Amen
Isidro Esparza Marín
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Isidro Esparza Marín
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UNA MUJER PARA LA ETERNIDAD

Biografía de la hna. Clare Crockett   La hna. Clare nació el 14 de noviembre de 1982 en Derry (Irlanda del Norte). Entró como candidata de las Siervas del Hogar de la Madre con 18 años, el 11 de agosto de 2001. Hizo sus primeros votos el 18 de febrero de 2006, eligiendo el nombre religioso de Hna. Clare María de la Trinidad y del Corazón de María. Profesó sus votos perpetuos el 8 de septiembre de 2010. Durante su tiempo de profesa, sirvió en las comunidades de las Siervas en Belmonte (Cuenca, España), Jacksonville (Florida, Estados Unidos), Valencia (España), Guayaquil (Ecuador) y Playa Prieta (Manabí, Ecuador). Murió en Playa Prieta a causa del terremoto del 16 de abril de 2016.El testimonio que ofrecemos a continuación podría considerarse como una “autobiografía” de la Hna. Clare, pues reúne en un texto sus propias palabras, tomadas de distintas ocasiones en que contó su conversión y su vocación.Cuando, en 2014, escribió la historia de su vocación, a la que puso por título “¡Menuda película!”, comenzó así: Haciendo nuestra esta intención suya, os dejamos con sus palabras.   ¿Por qué a mí? Cuando yo tenía 16 años, vino a mi ciudad un hipnotizador conocido. Yo ya lo había visto otros años y me encantaba la función. Quería que me hipnotizara a mí también. Antes de empezar el espectáculo, el hipnotizador nos dijo que solo ciertas personas con ciertos estados mentales podían ser hipnotizadas. A continuación, dijo que toda la audiencia –éramos unas 800 personas– tenía que hacer un sencillo ejercicio con las manos, al final del cual, las que quedaran con las manos entrelazadas tendrían que subir al escenario, porque ellos sí podían ser hipnotizados. Yo estaba con un grupo de amigos en una de las primeras filas del teatro. Ninguna de sus manos quedaron juntas; las mías tampoco. Pero yo actué como si estuvieran pegadas. A coro, todos mis amigos, animosamente, me dijeron: “Sube, Clare, que te va a hipnotizar”. Yo subí al escenario con unas 30 personas más. Formamos una fila horizontal mirando hacia el público. El hipnotizador se paraba delante de cada uno de nosotros y, con la palma de su mano, tocaba cada una de nuestras frentes rápidamente, diciendo con voz grave: “¡Relájate!”. Yo veía cómo algunos se caían encima de una silla que estaba preparada para esa gran caída detrás de ellos. A los que no se caían, el hipnotizador les mandaba regresar a sus sitios mientras la audiencia les daba un aplauso compasivo, ya que ellos no podían ser hipnotizados. Llegó mi turno. Me hizo exactamente lo mismo que había hecho a los demás, y me “caí” encima de la silla que tenía detrás. “Estoy totalmente consciente –pensé–, no me siento hipnotizada”. Efectivamente… Es que no estaba hipnotizada. A la cuenta de tres, el hipnotizador nos dijo que teníamos que abrir nuestros ojos y que estaríamos todavía bajo el efecto de no sé qué. De espaldas al público, nos decía mientras guiñaba el ojo: “Bueno, ya sabéis lo que tenéis que hacer”. Ninguno de los que estaban en el escenario estaba hipnotizado; o bien eran actores, o era gente como yo, capaz de seguir el juego al “insigne hipnotizador”. La audiencia, como me había pasado a mí en otras ocasiones, creía totalmente que todos estábamos hipnotizados. El apogeo del show llegó al final, cuando “don Relájate” dijo que iba a dar a cada uno de los hipnotizados un regalo. El regalo era un duende que solo nosotros podríamos “ver y tocar”, nadie más. Este duende estaría con nosotros hasta las doce del mediodía del día siguiente. Al bajar del escenario, la gente me rodeó preguntándome cosas sobre el duende: “¿Qué ropa lleva?”. “¿Tiene barba?”. “¿Cómo se llama?”. “¿Me está mirando ahora mismo?”... Todos me creyeron. Me fui a mi casa con el duende “Dominic” y fui al instituto también con él. Los profesores, hasta los más estrictos e inflexibles, terminaron tragándose el cuento. Unos años después, yo estaba en casa con mi familia y unas amigas. Allí estábamos todos metidos en la cocina, como buenos irlandeses, bebiendo té mientras teníamos conversaciones que empezaban por la frase: “¿Os acordáis de aquella vez que…?”, seguida de una carcajada general y de palmetazos en las rodillas. Ya que todos estábamos de tan buen humor, dije: “¿Os acordáis de cuando yo actué como si estuviera hipnotizada y tuviera un duende?”. Todos me miraron; silencio total. “¿Os acordáis?”, repetí con una risa nerviosa. “No, no. Tú tenías un duende de verdad, lo que pasa es que, como estabas hipnotizada, ahora no te acuerdas… Pero sí, sí, lo tenías en la palma de la mano”. Y todos empezaron a hablar a la vez, convenciéndome de que era así. Cuento esta historia porque, cuando yo supe que Dios me estaba llamando a la vida religiosa, nadie podía creerse que Dios llamara a una chica como yo. Según muchos, era imposible que yo pudiera tener vocación, pero, sin embargo, sí que podía tener un duende. El escritor Chesterton dijo: “Cuando se deja de creer en Dios, enseguida se cree en cualquier cosa”. ¡Tremenda frase! ¡Triste realidad! Dios puede llamar a quien quiera, como quiera, donde quiera… Y, ¿por qué? Porque es Dios. Nuestro fundador, en una poesía que escribió, titulada “¿Por qué a mí?”, dice: “No preguntaré ya más por qué a mí, simplemente reconoceré tu libertad y daré gracias sin parar”. La verdad es que nunca pensé en ser monja. Miles de otras cosas sí, pero… monja, ¡jamás!   Sin sitio para Dios   Soy de una pequeña parcela del mundo que se llama Derry, en Irlanda del Norte. Vengo de una familia católica, pero por razones políticas simplemente. En Irlanda del Norte hay una división muy grande entre católicos y protestantes. Nacer en una familia católica no significaba necesariamente que fueras a misa o recibieras formación en la fe católica. Los católicos, que querían una Irlanda unida, mataban a los protestantes; y los protestantes, que no querían una Irlanda unida, mataban a los católicos. Esta discordia se podía palpar claramente. Siempre he vivido en una zona predominantemente nacionalista, que luchaba por una Irlanda libre, lo cual consistía en una ruptura radical con Gran Bretaña. Para mí, eso era lo que significaba ser católica. Recibí los sacramentos del bautismo, la confesión, la comunión, la confirmación, pero nunca entendí –tampoco tenía mucho interés– lo que estaba recibiendo. Dios no tenía ningún papel en mi vida. En una sociedad donde prevalecía el odio, no había sitio para Dios. Quizás es por haber venido de un entorno tan radical y guerrero por lo que siempre he sido muy de “o todo, o nada”.   Una “cabra loca” Cuando tenía unos seis años, había una imagen de la Virgen que se llevaba de casa en casa y se rezaba el rosario. Yo pensaba que era una oración eterna. Yo decía: “¡Qué rollo!”. No me gustaba nada. Y, además, tenía que hacerlo de rodillas… También tenía que ir a misa todos los domingos. Me llevaban mi madre y mi padre. Estaba ahí todo el rato mirando las vidrieras, mirando el pelo de la gente, las narices de la gente… Estaba mirando a todos sitios, menos al sacerdote y al altar. Lo que sí recuerdo es que una vez, cuando tenía unos siete años, fui a la iglesia con mi madre y con mis hermanas. Era cuaresma; todas las imágenes estaban cubiertas con telas moradas. Subimos al coro y, desde allí, vimos el viacrucis proyectado sobre una tela blanca en la zona del presbiterio. Mientras ponían imágenes de la Pasión del Señor, la música de fondo decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Aunque era muy pequeña, todo lo que estaba viendo y oyendo me tocó profundamente, y me eché a llorar, porque no entendía por qué trataban así a “ese hombre”. Para la primera confesión me dijeron que tenía que contar los pecados al sacerdote. Yo pensaba que no tenía pecados, porque solo tenía 7 años, y no puedes tener pecados con 7 años, ¿verdad? Eso es lo que pensaba yo… Yo siempre fui muy “cabra loca”. En el colegio siempre estaba haciendo el payaso. “Oye, Clare, imita a tal profesora”. Y yo imitaba a la profesora. No hacía los deberes; otros los hacían, y yo, a cambio, les daba cigarrillos. Fui a un colegio de monjas, y siempre me decían: “Clare, los cacharros vacíos hacen mucho ruido”. Siempre me decían eso. Igual ellas me enseñaban la verdad, pero yo estaba tan en las nubes que no escuchaba. Yo siempre estaba hablando cuando ellas estaban hablando, no por maldad, sino simplemente porque hablaba mucho. Fui a misa hasta que tuve 15-16 años, cuando mi madre dejó de ir a misa. Mis hermanas y yo teníamos que ir, pero íbamos a un parque hasta que la misa terminaba y volvíamos a casa. Mi madre pensaba que íbamos, pero no.   En el mundo del teatro y de la televisión Desde muy pequeña, animada por mis profesores, empecé recitar poesías en el “Feis Ceoil”, un festival tradicional de Irlanda en el que se recitan poesías, se canta, se baila la danza irlandesa, etc. También empecé a cantar en un coro y a escribir historias. Puede que por la insistencia de mis profesores y de mi familia en que yo era una “elementa” me viniera el pensamiento de que quería hacer algo muy grande con mi vida. Yo quería ser actriz, y no cualquier actriz, sino una actriz famosa. Y no solamente famosa en Irlanda, sino en todo el mundo –mi meta era Hollywood, en serio–. Y, además, tenía mucha confianza: “Esto es lo que quiero hacer, y lo voy a hacer”. Supongo que esto se basaba en lo que mis profesores me decían: “Tú vas a llegar muy lejos”. Cuando tenía catorce años, vi en el periódico un anuncio que decía algo así, más o menos: “Para aspirantes a actores que sueñan con llegar un día a la pantalla grande: este taller es tu oportunidad para ganar experiencia y consejo en orden a poder trabajar en la televisión y en el cine”. Asistí al taller y, gracias al éxito que tuvo aquello, empecé a formar parte de una compañía de teatro y tenía un “manager”. Me encantaban mis clases de teatro. En estas clases te decían que tú eres la mejor y que no hay nadie como tú. Y yo lo creía todo, claro. “Tú eres la mejor”. Y todo giraba en torno a la vanidad de cómo eres físicamente. Tenía que ir a castings y audiciones. Cuando vas a las audiciones y te presentas delante de los directores, tienes que tener mucha confianza en ti misma; así te preparan. Yo pensaba que era mejor que todo el mundo. Me encantaba el teatro, tanto hacerlo como escribirlo, leerlo y dirigirlo. Conseguí mi primer trabajo de televisión en el “Channel 4” de Inglaterra con quince años. Era un programa cuya traducción al español sería “¡Espabila”. Lo ponían los domingos a las diez y media de la mañana. Después, hice un trabajo de presentadora en otro programa del mismo canal. Cuando tenía 16 años, me llamaron para ser presentadora en un canal muy grande que se llama “Nickelodeon”. En este mundo hay un ambiente de pecado, es terrible. Mis amigas eran así, vivían en pecado mortal, les gustaba beber, fumar, iban con chicos, no obedecían a sus padres, o sea, estaban viviendo mal, y yo también.   Encuentro con el Santísimo Sacramento Dos amigas de mi clase fueron a un encuentro de un fin de semana, y me dijeron que por qué no iba. Yo dije que no, porque era algo religioso y yo no quería saber nada de eso. Entonces, ellas fueron a este retiro y, después, me dijeron: “¡Tienes que ir! Porque ahora mi vida ha cambiado. ¡Qué experiencia!”. Estuvieron hablando así mucho tiempo y yo dije: “Vale, al próximo retiro voy yo”. Fui a este retiro y, la primera noche, no me gustó nada, porque hablaron de que Dios era la luz del mundo, y yo decía: “¿Qué es esto?”. No me gustaba nada. Hubo tiempo para rezar delante del Santísimo. Esta era la primera vez que yo lo hacía, es decir, que estaba delante del Santísimo Sacramento, que hablaba con el Señor. Debajo del Santísimo había un cuadro grande del Señor que decía: “Jesús, nuestro salvador”. Yo pensaba: “¿De qué va esto?”. Un sacerdote estaba explicando qué significaba que el Señor era nuestro salvador, que había muerto en la cruz por nuestros pecados, etc. Yo no sabía nada de eso. El sacerdote nos dijo que teníamos que hablar con el Señor. Yo decía: “¿Qué voy a decir a este pan?”. Yo no sabía que era el Señor, no lo sabía. Yo no sabía cómo hablar con Dios. Empecé hablando con Él de cosas tontas. No recuerdo qué dije. A lo mejor que me ayudara con un examen… Creo que fue en el silencio de aquel pequeño oratorio cuando por primera vez fui consciente de que Jesús me quería decir algo. Sentía una voz intentando hablar conmigo de que tenía que cambiar y convertirme. Yo no sabía qué era eso y pensaba que me estaba volviendo loca. Sentía mucho que tenía que cambiar, pero no cambié. “El Señor no tiene derecho a pedirme esto de cambiar. ¿Qué derecho tiene? Solo es Dios…”. Yo pensaba esto porque era muy superficial. Yo decía: “Me quieres quitar toda la felicidad que tengo”. No quería cambiar aunque el Señor me estaba llamando a cambiar, porque estaba “feliz”.   Principio de la llamada Después de esta experiencia sí que rezaba. Empecé a hablar más con el Señor y con la Virgen, pero nada... Como hice muchos amigos en el retiro, me invitaron al grupo de los domingos. Después de un tiempo, me pidieron dar charlas y ser monitora de un grupo en los siguientes retiros. Yo seguía bastante “inmadura” en el ámbito religioso. La verdad es que no sé de qué hablé en mis charlas o qué testimonio di, porque realmente no tenía nada que decir. Tenía muchas ganas de vivir, de realizar mi ideal y mi meta, pero Dios no formaba una parte central de mi vida para nada. Una vez vinieron unas religiosas a hablar de la vocación, de cómo tenemos que seguir a Jesucristo, de cómo tenemos que vivir cristianamente, etc. Y sentía dentro de mí que todo lo que estaban diciendo yo tenía que vivirlo. Hablaron de la vocación, y yo sentí que tenía vocación, aunque no tenía ni idea de lo que era. Decían que era una vocación especial en la que Dios elige a una persona para ser totalmente de Él. Yo pregunté sobre la vocación y me dijeron que, si tenía vocación, tendría que meterme a monja. Pero yo tenía la idea de que todas las monjas tenían 82 años y estaban rezando avemarías todo el día, y no quería vivir esa vida, quería ser famosa… No quería ser monja y no quería la vocación. Recuerdo que le había dicho al Señor que iba a cambiar de vida por Él y que quería ser totalmente suya y, al día siguiente, le dije: “Cambio de planes. ¡Adiós!”.   Un viaje gratis a España Lamentablemente, desde muy joven, con 12 o 13 años, empecé a salir a fiestas y discotecas, y a meterme en el ambiente malo del mundo. Fumaba y bebía. No era capaz de vivir sin un paquete de cigarrillos. Y, cuando tenía 17 años, el alcohol llegó a ser un problema para mí, sí, un problema bastante gordo. Digo todo esto para que sepáis en qué ambiente estaba yo. Mis fines de semana consistían en emborracharme con mis amigos. Gastaba todo mi dinero en alcohol y tabaco. Un día, mi amiga Sharon Dougherty me llamó y me dijo: “Clare, ¿quieres ir a España? Está todo pagado”. “¡Un viaje gratis a España! –pensé–, diez días de fiesta en España con el sol”. “¡Claro que voy!”. Yo, sinceramente, pensaba que iríamos a una isla turística como Ibiza, pero este viaje resultó ser un encuentro de Semana Santa en un pueblecito de España donde no había nada de playa, ni de sol, ni de fiesta, ni nada de nada… El hombre que pagó los billetes había conocido el Hogar de Madre el año anterior, cuando él asistió al encuentro de Semana Santa. Se quedó tan impresionado que quiso llevar allí a jóvenes para que tuvieran la misma experiencia. Sharon me dijo que todos los que querían ir a España, tenían que ir a una casa para recoger el billete. Entonces me dio la dirección y dijo que ella iba a estar. Llegó el día y fui a la casa donde iban a estar mis amigos, y entré en una habitación con gente de 40 y 50 años, todos con rosarios en las manos. “¿Van a España?” –les pregunté–, casi con miedo de oír la respuesta que iban a dar con todo entusiasmo tres segundos después: “Sí, vamos a la peregrinación”. “¿Cómo? ¿De peregrinación? ¿Eso no significa que tienes que ir a misa todos los días?”. Yo no sabía lo que era una peregrinación, pero me sonaba a algo de ir a misa. Y mi amiga, que estaba sentada en el suelo, dijo: “Clare, no te lo he dicho, pero es en un monasterio”. Inmediatamente le dije que no quería ir, y me dijo: “Clare, tu nombre está en el billete. Ya sabes que para cambiar el billete hay que perder el dinero y todo eso”. No hubo más remedio, tuve que ir. Ahora veo que fue la manera que usó la Virgen para traerme a su casa, a su Hogar, al de su Hijo.   ¿Qué vas a hacer por mí?   El monasterio donde se celebró la semana santa de 2000 El encuentro de Semana Santa era en un monasterio del siglo XVI. No era, ciertamente, lo que yo había imaginado cuando pensé en ir a España. Yo no quería estar allí. Me acuerdo de la llegada al monasterio. Yo era una chica muy superficial. La primera cosa que busqué fue mi cigarrillo y un espejo. No quería ser molesta, pero lo era. Cualquier chica que solo piensa en sí misma, en su pelo y en sus cejas, es una molestia muy grande. Yo no sabía lo que era la Semana Santa, pero estaríamos 5 días en ese monasterio, donde íbamos a participar con mucho recogimiento para centrarnos en la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Señor. Durante este encuentro hubo charlas de formación, reuniones por equipos, oración, misa…Yo solo iba a las cosas en las que sabía que, si no iba, lo iban notar, por ejemplo, a las reuniones por grupos. Allí conocí al padre Rafael Alonso, nuestro fundador. Él estaba en mi grupo. Todas las chicas de mi grupo hablaban de las maravillas de la Eucaristía, que creo que era el tema del encuentro. Cuando me pidieron mi opinión, me saqué el cigarrillo de la boca y pregunté: “¿Qué es la Eucaristía?”. Cuando me explicaron lo que era, no experimenté ninguna iluminación de la fe, simplemente respondí con un: “Ahhh”. Pero, el Viernes Santo, alguien me dijo: “Hoy es Viernes Santo, Clare. Hoy tienes que entrar en la iglesia”. Entonces yo fui a los oficios y me senté en los bancos de atrás, en una actitud pasiva. Se presentó el momento en el que todos los que estaban en la iglesia se pusieron en fila en el pasillo central de la iglesia para la adoración de la cruz. Yo también me puse en la fila con las manos en los bolsillos. Yo no estaba pensando en la Pasión del Señor ni nada, estaba pensando: “¿A qué hora acabará esto para ir a fumar?”. Pero Dios no necesita de ti para trabajar en tu alma. Cuando me tocó a mí besar la cruz, no me acuerdo si me arrodillé o hice la genuflexión, solo recuerdo que besé el clavo que estaba en los pies de Jesús y recibí la gracia de ver que Dios había muerto por mí en la cruz, por mis pecados, por mis vanidades, por mis infidelidades, por mi impureza… Vi que yo había clavado al Señor en la cruz y que la única manera en que yo podía consolarlo era con mi vida. No valía con contar chistes, ni hacer un teatro bonito para consolarlo. Nada de lo que yo pudiera hacer podría consolarlo, solo el darle mi vida. Y esto sin tener yo ninguna formación religiosa. Yo era una “cabra loca” de discotecas que pensaba que iba a Ibiza y, en este momento, al besar la cruz, el Señor me tiró totalmente del caballo. Yo no entendía lo que estaba pasando; era la primera experiencia fuerte que tenía. Aquel sencillo acto no duró más de unos diez segundos. Besar la cruz, algo aparentemente trivial, tuvo un impacto muy fuerte dentro de mí. Tertuliano escribió: “En la acción de Dios no hay nada que desconcierte a la mente humana tanto como la desproporción entre la sencillez de los medios usados y la grandiosidad de los efectos obtenidos”. Yo no sé explicar exactamente lo que pasó. No vi ningún coro de ángeles ni vi ninguna paloma blanca que venía desde el techo hacia mí, pero tuve la certeza de que el Señor estaba en la cruz por mí y, junto con esta convicción, sentí un vivo dolor similar al que había experimentado de pequeña cuando hacía el viacrucis. Al regresar a mi banco, yo ya tenía una huella dentro que no tenía antes. Y empecé a llorar, y a llorar, y a llorar... Y, claro, yo tenía reputación de chula… Pero no podía parar. Dios me había mostrado claramente que había muerto por mí y que yo tenía que darle algo, y ese algo no era simplemente un avemaría, una misa, un compromiso pequeño, sino que era mi vida.     La cruz que besó la hna. Clare No fue algo que yo hubiera pedido, yo no sabía rezar. Vino de Él: “Yo he muerto por ti, ¿qué vas a hacer por mí?”. Ante esta invitación a darme, yo me asusté. Pensaba: “Para seguir al Señor, tengo que dejar todo. Yo no estoy preparada para esto: tengo un novio, tengo una carrera, tengo dinero, tengo maquillaje, tengo cigarrillos…”. Y yo entendí que lo que Él me estaba pidiendo era algo que superaba mis propias fuerzas, que era una llamada a seguirlo a Él totalmente, dejando todo –dejando nada por todo, en realidad, porque Él es el Todo–, y pensaba que no iba a poder hacerlo. Lo que a mí me pasaba antes con el amor humano es que yo sentía que no me llenaba. Yo sabía que el Señor me estaba llamando a un amor más grande, a un amor total, a una entrega total, a tener un corazón indiviso solamente para Él. Y yo pensaba que no lo podía hacer, porque mi manera de pensar del amor estaba muy equivocada. El amor para mí era el placer, el buscarme a mí misma, un amor vano. Yo pensaba que en esa entrega iba a ser desgraciada. Pero es una cosa que el Señor me ha enseñado, que el que pierde su vida y el que se olvida de sí mismo y muere a sí mismo es feliz. Y esto es verdad. Yo he vivido la vida y sé que, como dice santa Edith Stein, “la esencia del amor es la donación”, es decir, entregarse, olvidarse de sí mismo. Cuando sigues al Señor, entras en una escuela de amor donde tienes que aprender de Él, y se aprende a amar mirando a la cruz. A mí me dio muchísima luz mirar a Jesús en la cruz y saber que eso lo había hecho Él por amor y que me estaba pidiendo a mí la misma cosa, aunque me asustaba. No es fácil amar, porque somos muy egoístas. Siempre estamos buscándonos a nosotros mismos, siempre, siempre. Pero yo he visto lo que Él ha hecho por mí y le digo: “Señor, me dejas sin palabras. Si tú has muerto por mí, ¿cómo no voy a morir yo a mí misma?”. Después de esta experiencia, yo le decía al Señor: “Haré lo que quieras”, pero volví a Irlanda y me olvidé de la gracia que Dios me había dado. Es tan fácil, durante un retiro o cuando “sientes” el amor de Dios, decirle: “Haré todo lo que me pidas”... Pero, cuando “bajas del monte”, no es tan fácil. Todo esto que le decimos, incluso con lágrimas, cuando estamos “en el monte Tabor”, también lo tenemos que recordar, repetir y vivir cuando “bajamos del monte”, cuando volvemos a nuestra vida cotidiana, a nuestro ambiente. Decía Santa Edith Stein: “El Crucificado, entonces, nos mira y nos pregunta si aún seguimos dispuestos a mantenernos fieles a lo que prometimos en una hora de gracia”. Quiero que vivas como ellas       La Hna. Clare en la peregrinación de 2000. En el encuentro de Semana Santa, el padre Rafael me invitó a ir con los jóvenes del Hogar a la Jornada Mundial de la Juventud en Roma; era el año 2000. Yo acepté, aunque no sabía muy bien ni quién era Juan Pablo II ni qué era una Jornada Mundial de la Juventud. Fue en esta peregrinación por Italia donde la inconfundible voz de Dios me volvió a hablar muy dentro de mí. Confieso que no viví muy bien el viaje. Me atraían más las tiendas de Italia que las iglesias y catedrales. Voy a dar un ejemplo de cómo era yo. Todo el mundo iba comprando rosarios, estatuas del Sagrado Corazón para su abuela, cosas así… Y, ¿qué compré yo? Pues un mechero en forma de váter, que levantabas la tapa y salía la llama. Otra cosa que compré fue una pulsera naranja con unas letras chinas que decían que te daba unas energías creativas. Me acuerdo de que una chica dijo que iba a ir a preguntar al padre si podía bendecir sus rosarios y estatuas, y yo dije: “Pues yo llevo esto”. En este plan estaba yo en la peregrinación. Me sentaba siempre en la parte de atrás del autobús con otras chicas y nunca rezábamos el rosario con las demás. Pero, ¿no es verdad que el Buen Pastor deja a las noventa y nueve ovejas para ir a buscar a la oveja despistada? Pues lo mismo hizo conmigo. Me buscó hasta que encontró el momento oportuno para decirme: “Yo quiero que vivas como ellas”. Yo sentí fuertemente otra bofetada en el alma. Yo entendía que tenía que vivir la vida de las hermanas y que Él me estaba llamando a eso. Ya sabía que tenía que darle mi vida, pero ahora me estaba mostrando cómo la tenía que dar: como las hermanas, en pobreza, castidad y obediencia. Subí el volumen de la música que estaba escuchando en el autobús, para ver si así no podía oír nada y podía olvidar lo que Dios me estaba pidiendo. El Señor no compitió con mi música; no me gritó, simplemente me repetía la misma frase. Inmediatamente le dije que me era imposible. “¡No puedo ser monja! No puedo dejar de beber, de fumar, de salir de fiesta, mi carrera, mi familia…”. Sin embargo, el Señor me aseguró que si Él pide algo, siempre da la gracia y la fuerza para vivirlo. Sin su ayuda nunca podría haber hecho lo que tuve que hacer para responder a su llamada y seguirlo. Una pregunta frecuente de los jóvenes es: “¿Cómo sabes si tienes vocación?”. Uso aquí las palabras de la Madre Teresa de Calcuta cuando le preguntaron eso mismo: “Cuando una chica ha experimentado la llamada, ella lo sabe. Igual no sabe cómo explicarlo, pero lo sabe”. Yo tenía 17 años cuando me pasó esto. Regresé a Irlanda por un año para terminar los estudios en el instituto. En ese año recibí dos gracias muy grandes que me hicieron reaccionar.   ¿Por qué me sigues hiriendo? Como decía antes, yo bebía mucho, me gustaba mucho la marcha, las discotecas y todo eso. Al volver a Irlanda seguí viviendo igual que antes, vivía en pecado mortal. “Con el peso de mis miserias volví a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas” (San Agustín). Seguía con mis amigas, con mi novio…, porque no podía cortar con todo eso, sentía que no tenía la fuerza. Pero claro, no tenía la fuerza porque no había pedido al Señor que me ayudara. Yo quería hacer todo sola, y no podía. Sin embargo, nunca podía olvidarme de la hermanas. Durante todo este año, el Señor estaba llamándome, estaba intentando hablar conmigo, estaba gritándome. Pero yo no quería. Era como una lucha interior muy fuerte. El Señor estaba diciéndome: “Tienes que dejar esto, tienes que dejar a tu novio. No puedes dar tu corazón a tu novio, porque tu corazón es para mí”. Y yo no quería. Quería, pero no quería. Me parecía absurdo, allí estaba siempre rodeada de gente, de fiesta en fiesta, metida en todo el mundo del teatro, y no podía dejar de pensar en las monjas. Poco a poco, también todo lo que antes pensaba que me hacía feliz, perdió valor para mí y experimenté el tremendo peso del vacío. Una noche, en una discoteca, yo sentí fuertemente, realmente, la mirada del Señor en un baño, cuando estaba muy mal, a punto de vomitar. Bebía tanto que no controlaba y, por eso, siempre estaba en un estado bastante malo y, al final, siempre dos hombres tenían que llevarme desde donde estaba hasta la calle. Y muchas noches estaba en la calle como una pobre chica. Es muy triste, muy triste. Y esa noche, allí, en el baño de una discoteca, cuando pensaba que iba a vomitar, sentí fuertemente la mirada del Señor. La sentí tan fuerte que pensé que una amiga mía estaba en el otro baño encima del váter –había tres baños y yo estaba en el de en medio–, mirando si yo estaba bien o no; tan fuerte era esta mirada. Y enseguida oí dentro de mí al Señor que me decía: “¿Por qué me sigues hiriendo?”. Sabía que el Señor estaba allí y me estaba mirando. Sentir la mirada del Señor es algo que te desgarra. Vi de nuevo que estaba clavando al Señor con mis pecados, con mis borracheras, otra vez en la cruz. Yo entendí que mi manera de vivir y mi falta de respuesta a lo que el Señor me estaba pidiendo me hacían mucho daño a mí misma y a Dios también. No sé si habéis visto la película de la Pasión, pero hay un momento en el que el Señor está en Getsemaní y Judas va a darle un beso, y el Señor lo mira con una mirada de amor, pero de dolor, como diciendo: “Tú eres mi amigo, ¿cómo me haces esto?”.   Lo tengo todo… y no soy feliz Cuando tenía 18 años, rodé una película no muy buena. Era una película política basada en Irlanda, de mucha violencia, mucha agresión, que produce mucho odio. Tenía un papel muy pequeño, porque, para ser famosa, tienes que empezar poco a poco, no es que de la noche a la mañana llegues a Hollywood. Tuve que ir a Manchester (Inglaterra). Te ponen en hoteles muy grandes, muy elegantes, y te pagan mucho dinero. Tienes a alguien que te maquilla, a alguien que te abre la puerta del coche, que te pone el abrigo… Vas a comer a restaurantes con gente famosa, con los directores, conoces a mucha gente, te dan muchas posibilidades… Una noche, volví a la habitación del hotel y estaba sentada en la cama, mirando mi horario para el día siguiente. Decía que un chófer me vendría a recoger. Mientras lo miraba empecé a llorar y a llorar. Estuve llorando horas, sin poder parar, porque me di cuenta en ese momento de que tenía todo –un montón de amigos, un novio, estaba teniendo éxito como actriz, tenía dinero…– y, al mismo tiempo, sentía un gran vacío dentro de mí. “Yo estoy aquí y lo tengo todo”. Si alguien me viera, podría decir: “¡Qué suerte tienes!”, pero sentía que nada de eso me podía saciar: ni éxito, ni fama, ni amor humano; todo me parecía que llegaba a un límite, que tenía que haber algo más. Estaba consiguiendo todo lo que siempre había deseado, y no era feliz; era una pobre miserable que no tenía nada. Sabía que solamente haciendo lo que Dios quería para mí, sería realmente feliz. Todo lo que yo pensaba que me iba a hacer feliz y libre me ataba y me engañaba. El Señor me mostró cuánto hería su Sagrado Corazón con mi estilo de vida alocado. Sabía que tenía que dejar todo y seguirlo. Sabía con gran claridad que me pedía confiar en Él, poner mi vida en sus manos y tener fe. Yo sabía que el Señor me llamaba a ser suya en las Siervas del Hogar de la Madre, a darle mi vida para que otros lo pudieran conocer, y yo estaba poniendo otras cosas delante de Él. Entonces, en ese momento, hice, como decía santa Teresa de Ávila, una “determinada determinación” de decir: “¡Se acabó!, la paz que yo he encontrado contigo y en el Hogar no la encuentro en ningún otro sitio; yo tengo que dar este paso y es ahora o nunca”. Ciertamente, es verdad lo que dijo San Buenaventura: “Voluntas Dei, pax nostra”, la voluntad de Dios es nuestra paz. Esto pasó mientras estaba haciendo la película, en febrero o marzo. Yo sabía que cuando terminara el instituto me tenía que ir a España a dar todo al Señor. Y el Señor me dio la gracia y la fuerza para dejarlo todo. Cuando nos abrimos a Dios, Él nos quita el miedo y nos da la paz, la verdadera paz y la verdadera alegría. Es lo que dice San Agustín: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. El corazón nuestro está hecho por Dios y para Dios, y solo Dios nos puede llenar. Vivir sin pensar en Dios es una contradicción, una frustración; no podemos ser felices. Como también decía Santa Teresa: “Solo Dios basta”. En el mundo buscas cosas para llenarte de felicidad, pero nada puede llenarte de felicidad como el Señor. Las cosas del mundo no importan, porque pasan. Cuando tienes a Dios, tienes todo, eres feliz. Y yo puedo decir esto, porque lo estoy viviendo y puedo decir que soy feliz.   ¡Voy a ser monja!   Hna. Clare en sus votos perpetuos Cuando dije en el instituto: “Chicas, tengo algo que deciros: voy a ser monja”, la carcajada general producía sordera. Entonces, mis amigas, dijeron: “¡Estás loca!”. Mis amigos estaban llorando, mi familia no entendía nada, porque yo no vivía muy coherentemente. Yo decía que iba a ser monja, pero lo decía con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. “¿Dónde vas? Te van a echar en dos semanas”. Entonces, el Señor me dio una gracia muy grande y una luz muy grande para ver que, si Él me pedía eso, aunque yo era muy débil y muy pobre, Él me iba a dar la fuerza para hacer lo que Él quería de mí. Y yo explico que es como que si estuvieras en un acantilado y sabes que tienes que saltar, y tienes un montón de miedo, pero sabes que tienes que saltar, porque las manos que te van a recoger son las manos de Dios. Yo sabía que tenía que dejar mi país, que tenía que dejar todo; esto lo entendí perfectamente. Sabía que tenía que dejar todo y era como si estuviera saltando de un acantilado. Ya estaba perdiendo el control de mi vida, porque se lo estaba dando a Él. Y yo sabía que estaba saltando, pero no para llegar a la nada, sino para que las manos del Señor y de la Virgen pudieran recogerme y devolverme mi dignidad, mi libertad, la verdad de quién soy yo. Como actriz tienes que ponerte muchas máscaras, y aunque no seas actriz… Lo hacemos siempre, delante de este chico, delante de esta chica, delante de mi madre, delante del profesor, delante del cura… Siempre estamos con máscaras. Entonces, el Señor, con mucha ternura, pero con mucha exigencia, también te quita estas máscaras para enseñarte quién eres tú y, después, quién es Él. Y esto te llena de mucha alegría. Años después, cuando un primo mío me vio, ya vestida con el hábito y a punto de hacer mis votos perpetuos, me dijo: “Clare, yo te he conocido antes de que fueras monja y, al verte ahora así, solo puedo decir que, o tú estás loca, o Dios existe realmente”. Isaías 55, 8 dice: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros caminos, dice el Señor”. Dios sabe lo que hace, nosotros solo tenemos que fiarnos de Él.   Felizmente consagrada Entonces dejé Irlanda y dejé todo, gracias a Dios, en junio. Vine a España sin saber español; solo conocía dos palabras: gusano y ajo. Entré como candidata el día 11 de agosto, el día de Santa Clara. Y aquí estoy, por la misericordia de Dios. Al principio sí que tuve la tentación de volver para atrás, pero delante de la Eucaristía y de la cruz comprendía que había encontrado un amor más grande. Por supuesto que se ama el propio país y que se ama a la familia, pero Dios vale mucho más que todo eso. Una vez estaba diciéndole al Señor: “Pero, ¿por qué tengo que dejarlo todo?”. Y Él me dijo: “Tú lo dejas todo para encontrarme, pero yo seré tu madre, tu padre, tu idioma, tu país… Yo lo seré todo para ti”. Ahora estoy felizmente consagrada en las Siervas del Hogar de la Madre. Nunca me deja de impresionar cómo el Señor trabaja en las almas, cómo puede transformar totalmente la vida de uno y conquistar su corazón. Agradezco al Señor la paciencia que ha tenido y que sigue teniendo conmigo. No le pregunto por qué me ha elegido, simplemente acepto el que lo haya hecho. Dependo completamente de Él y de la Virgen María, y les pido que me den la gracia de ser lo que quieran que sea. Él es fiel y Él me está llamando a la fidelidad en el amor para siempre. Y yo estoy dispuesta a amarlo para siempre. Aunque mi amor es muy pobre y muy débil, yo sé que, si me pongo en sus manos, Él me dará la fuerza para amarlo como debo amarlo y para dar la vida por Él. Porque el amor es dar la vida por el que amas. Yo me fío de Él. Él me ha llamado a esto y Él sabe lo que está haciendo. Por mí misma, sé que yo no lo puedo hacer, pero, confiando en Él, Él me dará la fuerza. La vocación religiosa es un don tan grande que, realmente, confunde a la persona elegida. Dios fija su mirada en una pobre alma para que viva con Él y en Él, y así lo ayude a salvar al mundo. Esto sí que es una locura, pero ¡bendita locura! Estaríamos locos si no respondiéramos a lo que Dios pide de cada uno de nosotros, porque lo que Él pide siempre es lo mejor. Hemos sido creados para cosas grandes, no para la comodidad.   Termino con unas palabras que el Papa Benedicto XVI dirigió con mucho ardor y viveza a los jóvenes en su primera misa como sucesor de Pedro: “¿Acaso no tenemos todos, de algún modo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él –, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Pero el Papa aún os quiere decir: ¡No! Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande”. Doy fe de ello. ¡Viva el Señor! ¡Viva la Virgen! ¡Viva el Papa! ¡Y vivan las monjas! A vosotros os toca decir: ¡Que vivan!Hermana Clare Crockett

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