El cielo aparece a la vista como una cúpula más o menos plana, en la cual están clavados los astros. Esa cúpula, empero, da vuelta, en el curso de un día, alrededor de un eje, cuya posición en el cielo está determinada por la estrella polar. Mientras esta apariencia pasó por realidad, era superflua la traslación de la geometría de la Tierra al espacio cósmico, y de hecho no se verificó; pues no existen longitudes, distancias que pudieran medirse como unidades terrestres, y para designar las posiciones de los astros bastaba con indicar el ángulo aparente que la mirada del observador, dirigida hacia el astro, hace con el horizonte y otro plano elegido convenientemente. En este estadio del conocimiento, la superficie de la Tierra es la base inmóvil y eterna del todo; las palabras «arriba» y «abajo» tienen un sentido absoluto, y cuando la fantasía poética o la especulación filosófica emprenden la tarea de estimar la altura del cielo o la profundidad del Tártaro, no necesita explicarse la significación de estos conceptos, pues la inmediata vivencia de la intuición nos lo entrega, sin especulación. Aquí, la conceptuación naturalista se nutre de la riqueza que presentan las intuiciones subjetivas. El sistema cosmológico que lleva el nombre de Ptolomeo —150 después de J. C.— es la fórmula científica de este estadio espiritual; conoce ya una multitud de hechos finamente observados sobre el movimiento del Sol, de la Luna, de los planetas, y sabe dominarlos teóricamente con notable éxito; pero se atiene a la absoluta inmovilidad de la Tierra, alrededor de la cual giran los astros a distancias inmensurables. Sus trayectorias son determinadas como círculos y epiciclos, según las leyes de la geometría terrestre, sin que pueda decirse por ello que el espacio cósmico se halle propiamente sometido a la geometría; pues las trayectorias residen, cual rieles que, afianzados en las bóvedas cristalinas, representan el cielo en capas sucesivas.
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