Gallos de pelea: una historia de tradición y violencia
Las peleas de gallos –ilegales en el país– se dan todas las semanas en todo el país y generan un apasionante debate entre quienes las consideran maltrato animal y los que las defienden como una usanza centenaria.
Lo primero es el ruido. Un ruido constante, enérgico y omnipresente, que atrapa como una red. No es ruido de golpes ni de cacareos. Son ruidos agresivos pero no necesariamente violentos. Son vítores, gritos de aliento, un tamborileo incesante que acompaña y marca el ritmo del ruido que es caótico pero, al mismo tiempo, tiene sentido en su entorno. No son ruidos de muerte; al contrario, están llenos de vida.
“Pelee, pollo, ¡pelee!”.
Un grito se alza por encima de los demás ruidos y se convierte en una especie de catalizador de los sentidos: es imposible no sentir la fuerza de esa voz, que nace en lo profundo de una joven garganta, explotar hacia afuera y contagiar de bríos a todos los presentes: espectadores y participantes por igual. Es un grito cargado de un sentimiento tan puro, tan honesto, que es complicado de poner en palabras. Es pasión.
Así, sin adornos de ningún tipo y sin tomar en cuenta el contexto –tanto histórico como social y cultural del momento que vivimos–, no habría forma de distinguir esa pasión de la que se siente un domingo en cualquier estadio de fútbol, por ejemplo, o en un redondel de toros a reventar cualquier sábado por la tarde en algún pueblo de Guanacaste. La diferencia radica, precisamente, en los pequeños –y grandes– detalles.
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