Para nuestros ancestros, los antiguos mexicanos que habitaron en la cuenca lacustre del altiplano central, el culto a los poderes de la naturaleza, expresados en el aire, la lluvia y por supuesto, el fuego, gozaba de capital importancia.
Sin duda, una de las mayores preocupaciones que tuvieron los mexicas, fue el mantener en constante satisfacción a su dios principal Huitzilopochtli, capturando decenas de guerreros enemigos para después sacrificarlos en lo alto del llamado Templo Mayor de Tenochtitlan, ofrendando así su sangre o, de ser necesario, entregando su vida misma en el campo de batalla para con ello, poder acompañar al astro rey durante su trayecto del oriente al cenit, justo en el punto donde se desarrolla la máxima expresión solar del día.
Según las antiguas tradiciones indígenas que fueron rescatadas en los textos de los frailes y religiosos del siglo XVI, podemos advertir una hermosa leyenda de amor entre dos jóvenes mexicanos, personificados como el Popo y el Izta, quienes fueron inmortalizados en la imagen de los enormes volcanes: En algún tiempo, un joven guerrero mexicano se enamoró de una doncella a la cual juró su amor por la eternidad.
Como todo buen hombre de su época, el valiente guerrero Popocatépetl tuvo que partir al campo de batalla; a su regreso, al intentar reencontrarse con su amada, se encontró con que ésta, había muerto trágicamente; al enterarse, prefirió entregarse a su sufrimiento y obedeciendo a su juramento, decidió acompañarla por el resto de la vida.
Con el paso de los años, pero sobre todo, con el paso continuo del tiempo, ambos jóvenes fueron cubiertos por las formaciones y los caprichos que la madre tierra crea sobre la faz de la tierra. Fue de esta manera que la joven pareja quedo formalmente unida bajo la tutela de los dioses.
Y ahora ellos, uno cerca del otro, como eternos enamorados, se cortejan conformando el marco perfecto para coronar a la gran ciudad de México…
Fin
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