Eran tiempos muy duros en el sur. No en el sur de este país, sino del mundo, donde las
estaciones están cambiadas y el invierno no ocurre en Navidad, como en las naciones cultas,
sino en la mitad del año, como en las regiones bárbaras. Piedra, coirón y hielo, extensas
llanuras que hacia Tierra del Fuego se desgranan en un rosario de islas, picachos de cordillera
nevada cerrando el horizonte a lo lejos, silencio instalado allí desde el nacimiento de los
tiempos e interrumpido a veces por el suspiro subterráneo de los glaciares deslizándose
lentamente hacia el mar
A comienzos del siglo no había nada allí que los ingleses
pudieran llevarse, pero obtuvieron concesiones para criar
ovejas. En pocos años los animales se multiplicaron en tal
forma que de lejos parecían nubes atrapadas a ras del
suelo, se comieron toda la vegetación y pisotearon los
últimos altares -U las culturas indígenas. En ese lugar
Hermelinda se ganaba la vida con juegos de fantasía.
Por las tardes no faltaba quien cogiera la guitarra y entonces el paisaje se
llenaba de canciones sentimentales. Era tanta la penuria de amor, a pesar de
la piedra lumbre puesta por el cocinero en la comida para apaciguar los
deseos del cuerpo y las urgencias del recuerdo, que los peones yacían con las
ovejas y hasta con alguna foca, si se acercaba a la costa y lograban cazarla.
Había escogido ese oficio de consuelo por pura y
simple vocación, le gustaban casi todos los hombres en
general y muchos en particular. Entre ellos reinaba
como una abeja emperatriz. Amaba en ellos el olor del
trabajo y del deseo, la voz ronca, la barba de dos días,
el cuerpo vigoroso y al mismo tiempo tan vulnerable en
sus manos, la índole combativa y el corazón ingenuo.
Conocía la ilusoria fortaleza y la debilidad extrema de
sus clientes, pero de ninguna de esas condiciones se
aprovechaba, por el contrario, de ambas se compadecía.
En su brava naturaleza había trazos de ternura
maternal y a menudo la noche la encontraba cosiendo
parches en una camisa, cocinando una gallina para algún
trabajador enfermo o escribiendo cartas de amor para
novias remotas. Hacía su fortuna sobre un colchón
relleno con lana cruda, bajo un techo de cinc agujereado,
que producía música de flautas y oboes cuando lo
atravesaba el viento.