En la edad neolítica la cerámica era todavía un
arte muy rudimentario. No había esmaltes, ni
siquiera dibujos. Mucho más tarde, el hombre
comprendió que un objeto útil podía ser también
bello. Entonces aprendió a barnizar vasos; lo que,
por otra parte, no servía sólo para que lucieran
más y fueran más agradables de ver, sino también
para terminar de impermeabilizarlos.
Los pueblos de la Mesopotamia: los
sumerios, los acadios y los caldeos
fabricaron ladrillos policromos (es
decir, de muchos colores) para
revestir los frentes de sus palacios.
Si pensamos en el Extremo Oriente
nos será fácil recordar que, tres mil
años antes de nuestra era, los
chinos cultivaban ya este arte, pero
no con fines utilitarios.
El nombre “cerámica” proviene de
épocas menos lejanas. Todos
coinciden en que deriva del griego;
pero para unos se originó en el
nombre de Ceramos, hijo de
Ariadna y de Dionisio (Baco), a
quien los helenos atribuyeron el
invento de la alfarería, y para otros
simplemente de la voz keramiké,
que significa arcilla.
Los griegos aprovecharon la experiencia
de sus maestros, los ceramistas asirios y
caldeos, y los aventajaron. En la isla de
Creta, en Tirinto, Atenas y Samos se
fabricarón ánforas y copas que eran
verdaderas obras de arte y estaban
decoradas con paisajes marinos