El alzamiento estaba previsto para el primero de octubre. Pero desde agosto comenzaron a llegar a las instituciones virreinales multitud de denuncias. Un tal Galván, empleado de correos que había tratado de infiltrarse en la conspiración utilizando a su hermano mayor, que estaba legítimamente en el asunto, resultó bloqueado por falta de confianza y solo pudo transmitir rumores a las autoridades.
Ese mismo día, el alcalde de Querétaro tomó en sus manos el papel de desarticulador de la conspiración y envió al capitán Manuel García Arango a la Audiencia de la Ciudad de México con un pliego donde se reseñaba la lista de conspiradores: Hidalgo, Allende, Aldarna,
el capitán N.S., el licenciado Altamirano, el presbítero J. Ma. Sánchez, el licenciado Parra, Antonio Téllez, Francisco Araujo. Las denuncias incluían al corregidor Domínguez y los alféreces del batallón de Celaya.
El virrey Venegas, recién llegado a la
Nueva España, recibió el consejo de que enviara el escuadrón de dragones de México, pero la conspiración le pareció poca cosa y optó por dejar que se resolviera a localmente. De manera que todo se limitó a ordenar a un escuadrón
que fuera hacía San Miguel el Grande y Dolores para detener al viejo cura y a los oficiales del regimiento de la reina. Del poco valor de los completados hablan Jos primeros interrogatorios celebrados en Querétaro, donde con muy contadas excepciones, todos los detenidos se dedicaron a denunciarse entre ellos, a involucrar a los ausentes y a declararse inocentes. Salva la jornada las declaraciones de Epigmenio González, asumiendo su responsabilidad
en una independencia en la que creía; y el caso de Téllez, quien fingió que se había vuelto Joco y tocaba un piano inexistente mientras lo careaban con el capitán Arias. El arranque de Hidalgo un día y medio más tarde habría de cambiar la historia.
Tenía cuarenta y dos años, michoacana de Valladolid, una dama regordeta, matrona de ojos vivaces y abundante pecho. Muy conservadora en ciertas cosas, no permitía que sus hijas fueran a bailes o al teatro y bien se cuidaba de que Allende o los oficiales del regimiento de la reina coquetearan con ellas. Casada con el abogado Miguel Domínguez, corregidor de Querétaro, su salón sería el centro de la conspiración del chocolate y el café.
A causa de estas intervenciones y habiendo sido señalada por varios de los delatores, incluso por un soplón anónimo que la definía como
«agente precipitado», fue detenida e internada en el Convento de Santa Clara, o en el de Santa Teresa, o en los dos.
Años más tarde, en una de las tantas represiones ordenadas por Calleja, fue detenida nuevamente a pesar de estar embarazada, acusada de haber colaborado en la colocación de pasquines antirrealistas en Querétaro.
Josefa tenía entonces cuarenta y cinco años y catorce hijos, por cierto que el mayor de ellos, de veinte años, había sido incorporado el ejército realista por su padre para combatir a los insurgentes.