Dentro de los felinos no entran sólo los gatos (como comúnmente
se piensa), sino también las panteras, los leopardos, los tigres o
los linces, entre otros.
le decían sus amigos. Pero Misifú no quería escucharles. No era la luna lo que le tenía enganchado, sino aquel
aire de magia que tenían las noches en los que su luz invadía todos los rincones. – ¿No ves que no conseguirás
nada? Por más que la mires, la luna no bajará a estar contigo. Pero Misifú no quería que la luna bajara a
hacerle compañía. Le valía con sentir la dulzura con la que impregnaba el cielo cuando brillaba con todo su
esplendor. Porque aunque nadie parecía entenderlo, al gato Misifú le gustaba lo que esa luna redonda y
plateada le hacía sentir, lo que le hacía pensar, lo que le hacía soñar. – Mira la luna. Es grande, brillante y está
tan lejos. ¿No podremos llegar nosotros ahí donde está ella? ¿No podremos salir de aquí, ir más allá? –
preguntaba Misifú a su amiga Ranina. Ranina se estiraba con elegancia y le lanzaba un gruñido. – ¡Ay que ver,
Misifú! ¡Cuántos pájaros tienes en la cabeza! Pero Misifú no tenía pájaros sino sueños, muchos y quería
cumplirlos todos…
EL GATO SOÑADOR
Había una vez un pueblo pequeño. Un pueblo con casas de piedras, calles retorcidas y muchos, muchos gatos.
Los gatos vivían allí felices, de casa en casa durante el día, de tejado en tejado durante la noche. La
convivencia entre las personas y los gatos era perfecta. Los humanos les dejaban campar a sus anchas por
sus casas, les acariciaban el lomo, y le daban de comer. A cambio, los felinos perseguían a los ratones cuando
estos trataban de invadir las casas y les regalaban su compañía las tardes de lluvia. Y no había quejas… Hasta
que llegó Misifú. Al principio, este gato de pelaje blanco y largos bigotes hizo exactamente lo mismo que el
resto: merodeaba por los tejados, perseguía ratones, se dejaba acariciar las tardes de lluvia. Pero pronto, el
gato Misifú se aburrió de hacer siempre lo mismo, de que la vida gatuna en aquel pueblo de piedra se limitara
a aquella rutina y dejó de salir a cazar ratones. Se pasaba las noches mirando a la luna. – Te vas a quedar
tonto de tanto mirarla.