En una de sus más importantes obras, De Civitate Dei (La ciudad de Dios), Agustín toma el amor como punto de partida de una interpretación cristiana de la historia que tendrá enorme repercusión en los siglos venideros: “Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial”.
El acontecer histórico está determinado por el designio de Dios, que ordenó el curso de los tiempos y que se desarrolla como una lucha entre dos géneros distintos de sociedad (simbolizados por dos ciudades, Roma y Jerusalén): la de los que viven según la carne, paganos y amantes de sí mismos y la de los que viven según el espíritu, cristianos y amantes de Dios.
Ambas ciudades subsisten y se dan juntas en el mismo devenir histórico, pero sólo la ciudad de Dios, como ideal y fin (télos) de la historia, conseguirá triunfar e imponer la paz perpetua. Roma sucumbió a casa de su paganismo y alejamiento de Dios.
(Sobre las dos Ciudades en Agustín de Hipona)
Según Agustín de Hipona, los que solamente saben del amor a sí mismos, son los que viven:
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