Questão
¡AL RINCÓN! ¡QUITA CALZÓN!
El liberal obispo de Arequipa, Chavez de la Rosa, a [blank_start]quien[blank_end] debe esa ciudad, entre otros [blank_start]beneficios[blank_end], la fundación de la casa de expósitos, tomó gran [blank_start]empeño[blank_end] en el progreso del seminario, dándole un [blank_start]vasto[blank_end] y bien meditado plan de estudios, que aprobó el rey, prohibiendo sólo que se enseñasen Derecho natural y de gentes.
Rara era la semana, [blank_start]por[blank_end] los años de 1796, en que su señoría ilustrísima no [blank_start]hiciese[blank_end] por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los catedráticos cumpliesen con su deber, de la [blank_start]moralidad[blank_end] de los escolares y de los arreglos económicos.
Una mañana se encontró con que el maestro de latín no se había presentado [blank_start]en[blank_end] su aula y, por consiguiente, los muchachos, en plena [blank_start]holganza[blank_end], andaban haciendo de las suyas.
El señor obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por [blank_start]ese[blank_end] día al profesor titular.
Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. “Nebrija y el Epítome” habían sido olvidados.
Empezó el nuevo catedrático por declinar a uno: “musa, musoe”. El muchacho se equivocó en el acusativo del plural, y el señor Chaves le dijo:
—¡Al rincón! ¡quita calzón!
Y [blank_start]ya[blank_end] había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso de la clase, uno de esos tipos que llamamos “revejidos”, porque [blank_start]a los sumos[blank_end] representaba tener ocho años, cuando en realidad [blank_start]doblaba[blank_end] el número.
—Quid est oratio?— le interrogó el obispo.
El niño o conato de hombre alzó los ojos al techo (acción que involuntariamente practicamos para recordar algo, como si las vigas del techo fueran un [blank_start]tónico[blank_end] para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a [blank_start]ignorancia[blank_end], y lanzó el inapelable fallo:
—¡Al rincón! ¡quita calzón!
El chicuelo obedeció, pero [blank_start]rezongando[blank_end] entre dientes algo que hubo de incomodar a su ilustrísima.
—Ven acá, trastuelo, ahora me vas a decir qué es lo que [blank_start]murmuras[blank_end].
—Yo, nada, señor... nada —y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras [blank_start]entrecortadas[blank_end].
Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, le dijo el niño:
—Lo que hablo entre dientes es que, si su señoría ilustrísima me permitiera, yo también le haría una preguntita, y había de verse moro para contestármela [blank_start]de corrido[blank_end].
Le picó la curiosidad al buen obispo, y, [blank_start]sonriéndose[blank_end] ligeramente, respondió:
—A ver, hijo, pregunta.
—Pues con venia de su señoría, y si no es [blank_start]atrevimiento[blank_end], yo quisiera que me dijese cuántos “Dominus vobiscum” tiene la misa.
El señor Chaves, sin darse de la acción, levantó los ojos.
—¡Ah! —murmuró el niño, pero no tan bajo que no le oyese el obispo—. [blank_start]También[blank_end] él mira al techo.
La verdad es que a su señoría ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante [blank_start]averiguar[blank_end] cuántos “Dominus vobiscum” tiene la misa*.
Le encantó al obispo, y esto era natural, la agudeza de aquel arrapiezo, que desde ese día le cortó, como se dice, el ombligo.
Por supuesto que hubo [blank_start]amnistía[blank_end] general para los arrinconados.
El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica en virtudes, y le [blank_start]confirió[blank_end] una de las becas del seminario.
Cuando el señor Chaves de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar sin [blank_start]fruto[blank_end] con su cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 al obispado, llevó entre los familiares que le acompañaron a España al “cleriguito del Dominus vobiscum”, como cariñosamente llamaba a su [blank_start]protegido[blank_end].
Andando los tiempos, aquel niño fue uno de los [blank_start]prohombres[blank_end] de la independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político, y orgullo del clero peruano.
¿Su nombre?
¡Qué! ¿No lo han adivinado ustedes?
En la [blank_start]bóveda[blank_end] de la catedral hay una tumba que guarda los [blank_start]restos[blank_end] del que fue Francisco Javier de Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en Diciembre de 1780 y muerto en Febrero de 1855.
* Mi amigo el presbítero español don José María Sbarbi, ocupándose en El Averiguador, periódico madrileño, de esta tradición, asegura que son ocho los Dominus vobiscum.
(Texto adaptado del libro "Tradiciones Peruanas" de Ricardo Palma, publicado en 1872)