«Existe en nosotros una inclinación mala, contraída desde la transmisión de la vida y que permanece incluso después del bautismo; la tradición la llama concupiscencia[1] (cf. DS 1515). Esta concupiscencia nos obliga a la lucha espiritual. No es algo neutro, sino negativo, ya que inclina al pecado; no es el pecado puro y simple, sino la manifestación en nosotros del poder del pecado». (p. 339)
[1] Bernard hablará de la concupiscencia o apetito sensitivo, concupiscencia carnal o apetito sexual y concupiscencia en sentido teológico.
Pecado
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«En la vida espiritual no se vive nunca la experiencia de la pura concupiscencia original, ya que el hombre concreto depende, en cuanto a sus inclinaciones, de su herencia genética y de la primera educación recibida. En todas las personas se encuentran inclinaciones a buscar la propia satisfacción junto con tendencias altruistas». (p. 341)
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«Su grado más alto [del estado pecaminoso] está representado por el vicio, es decir, por la inclinación mala aceptada voluntariamente y puesta en acto. Todo vicio, en sentido estricto, impide el progreso en la vida espiritual. El vicioso debe ser considerado como esclavo y colaborador del pecado. Tal condición no es, desde luego, definitiva, siempre y cuando la persona responda a la llamada a la conversión» (p. 343)
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«Acercarse a Dios requiere una purificación y una rectificación de la manera de vivir, pues el ser humano no puede acceder inmediatamente al nivel divino, caracterizado por la santidad». (p. 353)
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«Para determinar la medida de la penitencia no existen reglas fijas: todo depende de la personalidad y de la historia espiritual de cada uno. No se pueden establecer comparaciones entre una persona y otra, sino que es la vida misma la que revela en qué puntos se manifiesta la necesidad de un esfuerzo ascético». (p. 358)
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