Creado por Claudio Godoy
hace casi 5 años
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Uno podría ver el movimiento analítico en filosofía de principios del siglo XX como una expresión contemporánea del positivismo continental del siglo XIX. Ambos comparten la valorización de la ciencia como fuente última de saber y la voluntad de dar un carácter científico a la filosofía. No obstante, a diferencia del positivismo decimonónico, el neopositivismo de los años treinta se caracterizó por una marcada atención al lenguaje y su análisis lógico, de ahí que este movimiento fuera también conocido como positivismo lógico. Impulsado por el trabajo de científicos alemanes como Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Gustav Bergman, Friedrich Waismann y Otto Neurath –miembros del Círculo de Viena y ávidos defensores de las tesis atomistas del Tractatus de Wittgenstein–, el neopositivismo contó también con el espaldarazo de filósofos británicos como Bertrand Russell y Alfred Ayer. Posteriormente, el nazismo y la anexión de Austria por Alemania en 1938 provocaron la dispersión del movimiento y la huida de sus principales representantes a Estados Unidos e Inglaterra, donde encontraron un clima fecundo para la divulgación de sus ideas. Fue así que el positivismo lógico se convirtió en un movimiento típicamente angloamericano pese a su inspiración continental. Esta asimilación se vio facilitada, a su vez, por las similitudes entre las nuevas tesis positivistas y la vena empirista que recorre el pensamiento anglosajón.
Una especificidad del positivismo contemporáneo fue, como dijimos, su preocupaciónpor el lenguaje. Concretamente, este interés se vio cristalizado por la intuición de que los problemas que aquejan a la filosofía desde los griegos no son otra cosa que enredos gramaticales, pseudoproblemas que tienen como raíz el abuso sistemático de los términos con que la tradición filosófica ha formulado esos problemas. En suma, lo que cautivaba a esta primera generación de pensadores analíticos era la idea de que había encontrado la forma de acabar con siglos de disputas y especulaciones estériles, particularmente las metafísicas. Este punto de vista fue lo que Gustav Bergman denominó tempranamente como el giro lingüístico en filosofía (Cf. Bergman, Gustav, Logic and Reality, Madison: The University of Wisconsin Press, 1964). La idea de que los problemas filosóficos pueden ser resueltos (o mejor dicho, disueltos) cuando: a) reformamos el lenguaje, o b) comprendemos mejor el que ya usamos. Sendas posturas dieron paso, al interior de este movimiento, a dos maneras alternativas de conducir el proyecto analítico, lo que no significó una divergencia respecto de sus objetivos. Como muestra, veamos la manera en que Ayer expresa esta necesidad: «Nuestra acusación contra el metafísico no estriba en que éste pretenda utilizar el conocimiento en un campo en el que no puede aventurarse provechosamente, sino en que produce frases que no logran ajustarse a las condiciones que una frase ha de satisfacer, necesariamente, para ser literalmente significante» (Ayer, Alfred, Lenguaje, verdad y lógica, Barcelona: Martínez Roca, 1971, p. 39). ¿Y qué condiciones son estas? Para Ayer y el Círculo de Viena, la respuesta se halla en el célebre principio de verificación del neopositivismo, la tesis de que no podemos admitir como significativo ningún enunciado a menos que se le pueda asignar criterios claros de verificación. Estos criterios son lógicos (derivación a partir de definiciones) y empíricos (confirmación con la experiencia sensorial). Dado que el metafísico no emplea ninguno de estos procedimientos –sostiene el positivista– sus enunciados solo pueden ser tomados como sinsentidos.
Sin embargo, vemos que la formulación del principio de verificabilidad prejuzgala cuestión, pues no hay manera de responder a la pregunta de qué debemos tomar como literalmente significante sin apelar circularmente a la lógica. Además, nada garantiza que la neutralidad del principio esté asegurada por los procedimientos mencionados. Este hecho obligó a filósofos como Carnap y Ayer a revalorizar sus posturas iniciales y a describirlas como intentos por construir los esbozos de un lenguaje ideal, un lenguaje donde no fuera posible plantear el tipo de problemas que la filosofía tradicional acostumbra plantear. Un lenguaje ideal es aquel que transcribe, sin pérdida de significado, cada proposición descriptiva del lenguaje natural. La sugerencia de filósofos como Carnap, Bergman y Ayer es que no tenemos que filosofar por necesidad, más bien, filosofamos cuando no reparamos en la sintaxis lógica de las proposiciones de nuestra lengua. Así, lo que un lenguaje lógicamente correcto permite es prescindir de problemas innecesarios, meramente filosóficos; aunque quedó demostrado poco después que semejante proyecto no era viable.
La filosofía del lenguaje ideal nunca llegó a cristalizar como en algún momento pensaron sus gestores. Esto motivó a que algunos filósofos analíticos rehuyeran del intento de dar con un lenguaje científicamente neutral para centrar su atención en el lenguaje que ya tenemos. Esta segunda postura, conocida como filosofía del lenguaje ordinario, giró alrededor de importantes figuras de la vida intelectual oxoniense como Gilbert Ryle, John Austin y Peter Strawson. Estos filósofos pensaron, al igual que los positivistas lógicos, que existen buenos motivos para emprender el giro lingüístico de Bergman, solo que a diferencia de aquellos no pensaban que sea necesario construir un lenguaje ideal (o lo que esto signifique), pues basta con comprender mejor cómo funciona el nuestro. Su acusación al metafísico no es la imputación carnapiana de haber confundido la sintaxis lógica de los enunciados con su sintaxis histórico-gramatical, sino la de haber utilizado los conceptos del lenguaje ordinario en connotaciones poco usuales. Por ese motivo, estos filósofos no dan crédito a la afirmación de que los problemas filosóficos se producen porque nuestro lenguaje sea poco claro o riguroso. Por el contrario, afirman que los filósofos tradicionales no han sabido usar ese lenguaje, o lo han empleado mal, dando a expresiones ordinarias connotaciones que no tienen por lo general. Si la filosofía del lenguaje ordinario hubiese tenido un programa (algo que también rehuyó insistentemente) este no sería otra cosa que la sugerencia wittgensteiniana de reconducir las palabras de su empleo metafísico a su empleo cotidiano
En el fondo, uno podría ver tanto la filosofía del lenguaje ideal como la filosofía del lenguaje ordinario como intentos alternativos por alcanzar los mismos fines. Al descubrir que no estamos forzados a filosofar a la manera tradicional, y que no es ni el sentido común ni el lenguaje lo que nos obliga a formular preguntas metafísicas, ambas posiciones coinciden en que no deberíamos hacer preguntas filosóficas a menos que tengamos criterios adecuados para darles respuesta. Esto supone ver los problemas de la filosofía como un repertorio de preguntas defectuosas que tal y como se plantean no tienen respuesta. El metafísico sostiene que existen cosas que no son susceptibles de ser descritas por el sentido común y la ciencia. Son estos objetos trascendentales los que obligan, desde su punto de vista, a formular preguntas metafísicas. No contento con esta posición, el filósofo analítico pregunta: ¿y cómo puedes estar seguro de haber descrito estos objetos correctamente?, ¿según qué criterios? Si es verdad, como sostiene el metafísico, que existen preguntas que la ciencia y el sentido común no pueden responder, entonces la tarea del filósofo no debería limitarse a plantear esas preguntas, sino a mostrar cómo se podrían contestar.
Hemos visto cómo los problemas de la filosofía tradicional fueron entendidos porlos filósofos analíticos (en sus dos vertientes) como pseudoproblemas o problemas irresolubles en virtud de su propia ambigüedad e imprecisión. Lo mejor que podemos hacer con ellos no es resolverlos, sino mostrar su aparente contradicción lógica para enseñarle a la mosca el camino fuera de la botella, como solía decir Wittgenstein. La tarea del filósofo analítico no es resolver un problema a través de una innovación lingüística, como a veces se piensa, sino lograr una perspectiva clara de la estructura conceptual de aquello que origina el problema. Mejor dicho, se resuelve o aclara una confusión conceptual que es anterior al problema mismo, para ser así, finalmente, puesto de lado. En síntesis, lo que el enfoque analítico logra es hacer que ciertas preguntas, aparentemente necesarias, dejen de parecer atractivas.
«(...) la gran originalidad de esa gran escuela de pensamiento que fue la filosofía analítica emerge, básicamente, de una opción metodológica, consistente en concederle prioridad a la filosofía del lenguaje sobre la otras ramas de la filosofía, y de un fin, muy saludable según pienso, que era el de deshacer los nudos conceptuales o de pensamiento hechos por los filósofos convencionales» (Tomasini Bassols, Alejandro, Filosofía analítica: un panorama, México: Plaza y Valdés, 2004, p. 13)
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