Los escritos autógrafos de santa Luisa que poseemos, dan testimonio de su paso por la noche en torno a 1621-1623: «grandes decaimientos de espíritu…, opresión de corazón tan grande…, penas…, confusión…, gran dolor…, aflicción increíble…».
En medio de la oscuridad, el creyente eleva a Dios fervientes súplicas: «Mi alma te ansía de noche» (Is 26,9); «¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?» (Sal 13,2); «¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te escondes en el momento del aprieto?» (Sal 10,1); este clamor de los grandes orantes bíblicos debió alimentar la oración de santa Luisa en medio de la noche.
Pero, sobre todo, el escrito que llevaba siempre consigo, doblado en múltiples pliegues, y al que llamó “luz”, hace referencia a la experiencia vivida el día de Pentecostés, el 4 de junio de 1623. Los efectos de la acción del Espíritu Santo son descritos en el mismo con términos de iluminación, de “paz”, de “seguridad”, de “gracia”.
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... por la gracia del Espíritu Santo
El Espíritu Santo la ha liberado y le ha permitido progresar en el seguimiento de Cristo. El Espíritu Santo la ha enriquecido con sus dones [«me trajeron la dicha de ser suya…»] y habita en ella.
El Espíritu Santo la ha sellado para siempre con la nueva ley del amor:
«En este mismo día plugo a Dios poner en mi corazón una ley que no ha salido ya jamás de él…».
«Su bondad me otorgó luz y esclarecimiento sobre las grandes inquietudes y dificultades que entonces experimentaba».
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