Al hablar de santa Luisa, san Vicente decía: «… Están obligadas a poner los ojos en sus virtudes…».
Por eso, hoy os propongo detener vuestra mirada en algunos acontecimientos esenciales de la vida de santa Luisa de Marillac, descubriéndola como mujer, como madre, como discípula, como colaboradora y como mujer de Iglesia.
Pero más importante aún, ver cómo la figura de Luisa de Marillac nos puede ayudar hoy a ser auténticos vicencianos.
Luisa de Marillac desempeña una doble faceta como madre. Por un lado, como madre de su hijo Miguel Antonio, que le acarreará múltiples preocupaciones. Por otro lado, como madre espiritual de las distintas Cofradías y de las Hijas de la Caridad.
Luisa de Marillac, como Vicente de Paúl, pone en evidencia la función del Espíritu Santo en la Iglesia. Es el Espíritu el que acaba la fundación de la Iglesia en Pentecostés. Es el Espíritu Santo el que guía a la Iglesia. Es el Espíritu Santo el que obra maravillas en ella.
Este sentido eclesial le lleva a amar a la Iglesia, preocupándose por la catequesis, por el debido respeto a los responsables de la Iglesia y por la fidelidad a la fe verdadera.
Cuando el señor Vicente pregunta a las primeras Hermanas qué han descubierto en la vida de la Señorita Le Gras, su testimonio unánime dibuja el cuadro de esta mujer de Dios:
«Padre, demostraba el mismo cariño a todas las hermanas, tanto a una como a otra, de forma que procuraba satisfacer a todo el mundo».
«Yo siempre he visto que tenía una gran caridad y paciencia con nosotras, de modo que se consumió por nosotras».
«Padre, tenía tanta caridad conmigo que a veces, cuando me veía algo preocupada, se adelantaba a hablarme de ello con gran dulzura».
«Tenía mucho amor y caridad con todas las hermanas, soportándolas y excusándolas siempre».
«Le oí decir que amaba mucho a todas las hermanas y que deseaba que todas fuéramos tan perfectas como nuestro patrono Jesucristo».